Los militares estratégicos y la reformulación del pensamiento militar. Guatemala 1978-1986

Laura Yanina Sala*

* Laura Yanina Sala. Licenciada en Sociología por la Universidad de Buenos Aires (UBA). Magíster en Estudios Latinoamericanos por la Universidad de San Martín (UNSAM) y doctoranda en Ciencias Sociales por la UBA. Es becaria doctoral del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET). Integra el Grupo de Estudios sobre Centroamérica del Instituto de Estudios de América Latina y el Caribe de la UBA. Es docente regular de la Universidad Nacional de José C. Paz en las asignaturas de Sociología y Seguridad Social. Sus líneas de investigación abordan los procesos de violencia política en Centroamérica, las relaciones entre las Fuerzas Armadas argentinas y centroamericanas durante la segunda parte del siglo XX, las doctrinas militares y de seguridad en los siglos XX y XXI. Participa actualmente de los proyectos de investigación relacionados con sus temas de interés en la UBA y de los Grupos de Trabajo CLACSO.


Resumen:

En este artículo se analiza la reformulación del pensamiento militar guatemalteco que emergió en el marco de la crisis del orden político de fines de los años setenta. Plantea que dicha reformulación, guiada por los oficiales estratégicos, constituye una de las condiciones que posibilitaron el proceso de instalación de la democracia contrasubversiva en Guatemala. A partir de la consulta de fuentes primarias, aún no utilizadas como las Tesis de Ascenso de oficiales del Centro de Estudios Militares, el artículo da cuenta que dicha reformulación abarcó tres tópicos centrales: el replanteo del “problema subversivo” (sus causas, características y respuestas a la “guerra subversiva”), el profesionalismo militar y una reflexión práctica sobre los peligros de ejercer el gobierno político. El trabajo muestra que esos tres aspectos fueron el sustento argumentativo que sirvió de base a los estratégicos para impulsar la llamada “transición a la democracia”.

Received: 2018 January 9; Accepted: 2018 June 10

latinoam. 2018 ; (67)
doi: 10.22201/cialc.24486914e.2018.67.57034

Keywords: Palabras clave: Democracia, Pensamiento militar, Guerra Fría, Guatemala.
Keywords: Key words: Democracy, Military Thought, Cold War, Guatemala.

Introducción

La democracia estuvo presente como horizonte político en los sectores del centro y la izquierda política, incluso en las izquierdas armadas centroamericanas durante, al menos, la segunda mitad del siglo XX. No obstante, los intentos en pos de la democratización de la sociedad y la política fueron dura y cruelmente reprimidos por dictaduras encabezadas por las Fuerzas Armadas y por gobiernos autoritarios en nombre de la “democracia”. Finalmente, la democracia “en un sentido restringido” (Ansaldi 2007), limitada a un formato de régimen político, representativo y liberal, se estableció en los años ochenta en el marco de los denominados “conflictos armados”. Como ha señalado Edelberto Torres Rivas (2007), estas democracias tuvieron la particularidad de que sus impulsores fueron de derecha y sus objetivos contrainsurgentes. En Guatemala fueron las propias Fuerzas Armadas quienes tomaron la iniciativa y avanzaron en la liberalización del régimen político, mientras llevaban adelante un proceso represivo que alcanzó niveles genocidas.2

¿Cómo explicar el hecho de que hayan sido las Fuerzas Armadas —caracterizadas por su histórico autoritarismo— las que impulsaron el proceso de democratización del régimen político? ¿Cuáles fueron los factores que lo hicieron posible? ¿Se explica sólo por la influencia norteamericana? ¿Qué pensaban los militares en el momento de la “transición”? En este trabajo planteamos que, a fines de la década de los setenta, en el marco de una aguda crisis del orden político, comienza un proceso de reformulación del pensamiento militar liderado por el sector estratégico de las Fuerzas Armadas que puso en el centro de su estrategia la “transición a la democracia”. Esta reformulación implicó una modificación de los supuestos en los que se apoyaba el pensamiento militar desde, al menos, el golpe de Estado contra Jacobo Arbenz en 1954, y abarcó tres tópicos centrales: el replanteo del “problema subversivo” (sus causas, características y respuestas a la “guerra subversiva”), el profesionalismo militar y una reflexión práctica sobre los peligros de ejercer el gobierno político.

Las explicaciones más recurrentes sobre el llamado proceso de “transición a la democracia” han acentuado el rol de los factores externos, específicamente de Estados Unidos. Pocas dudas caben de que la abierta intervención norteamericana en favor del cambio de régimen político fue un factor central. Si en sociedades dependientes como las latinoamericanas, la influencia de los factores externos, más precisamente Estados Unidos, es clave para comprender los procesos que allí se desencadenan, en Centroamérica, esa dependencia, y por ende también la influencia norteamericana, se acentúa. No obstante, vale recordar que los teóricos de la dependencia han señalado con claridad que los efectos de la dependencia no son automáticos. Están siempre mediatizados por una estructura de clases nacional cristalizada en un determinado orden estatal que se beneficia de la dependencia y, también, por las resistencias y luchas que presentan las clases subalternas. Es decir, los procesos desencadenados en las sociedades dependientes no son obra y gracia de los “factores externos”. Los factores y actores internos no pueden ser subestimados. Este trabajo pone la lupa sobre ellos y profundiza sobre el conocimiento que tenemos de un actor clave para los procesos represivos de la segunda mitad del siglo XX y la Guerra Fría en América Latina: el Ejército de Guatemala.

De lo anterior se deriva otra implicación teórica-epistemológica: los militares no fueron un mero instrumento norteamericano. Pero tampoco fueron instrumento de la burguesía nacional. El caso guatemalteco es clave para fortalecer esa idea: durante la segunda parte del siglo XX, a pesar de la importantísima influencia de Estados Unidos y del poder de sus oligarquías, las Fuerzas Armadas desarrollaron una relativa autonomía y unas características particulares que dejaron su marca en los procesos históricos en los que intervinieron.

El enfoque que proponemos explica los cambios en el pensamiento del Ejército a partir de situarlo en el entramado social que lo contiene (Rouquié 1984). Asumimos que el periodo temporal que abordamos (1978-1986) se caracteriza por la emergencia de una crisis terminal del orden político a la que contribuyeron las propias Fuerzas Armadas y por las que se vieron condicionadas. De ahí que exploramos la relación dialéctica entre los procesos más generales que dieron forma a la crisis y a los procesos micro o internos de las Fuerzas Armadas. Las fuentes centrales de este trabajo son las Tesis de Ascenso y de Curso de los oficiales del Ejército guatemalteco en el periodo de estudio. Estas tesis constituyen fuentes aún no utilizadas en investigaciones sobre las Fuerzas Armadas de Guatemala. Han estado bajo estricta custodia militar, como todos los archivos militares. Las tesis permiten acercarse al pensamiento oficial del Ejército dado que, según los reglamentos de ascensos vigente en nuestro periodo de estudio, los ascensos en la escala jerárquica del Ejército tienen como requsito, entre otros, el de “capacidad profesional”, acreditada con los cursos impartidos por el Centro de Estudios Militares o escuelas militares similares extranjeras (artículos 7, 10 y 13 del Reglamento de Ascensos del Ejército de Guatemala, Acuerdos Gubernativos 3-80 y 1316-90). Las Tesis de Ascenso son de carácter confidencial, por lo cual la autoría se expresa en clave. Se utilizan, asimismo, algunas entrevistas a militares y políticos, y documentos oficiales de las Fuerzas Armadas.

La crisis del orden político

A partir del golpe de Estado a Jacobo Arbenz en 1954, orquestado y financiado por la CIA, se inicia el montaje del Estado militar que logra imponer cierto orden y estabilidad a fuerza de represión. La etapa que se abre no constituyó un retorno al pasado o una restauración oligárquica sin más. El Estado reforzó su autoritarismo, pero no volvió a ser exclusivamente el guardián del orden como lo fue antes del proceso revolucionario (1944-1954), sino que también estimuló el desarrollo económico, aunque en provecho de las clases propietarias y a costa de los sectores populares (Tischler 2012; Bataillon 2008; Torres-Rivas 2010). El control político del Estado se logró a través de gobiernos militares con generales presidentes, electos en procesos electorales, algunos fraudulentos, con permanente represión a los sectores opositores y a la conflictividad social. Los militares crearon su propio partido, el Partido Institucionalista Democrático (PID), y compitieron con los partidos autorizados, los cuales legitimaron el proceso: el Movimiento de Liberación Nacional (MLN), el Partido Revolucionario (PR) y la Democracia Cristiana (DCG).3 La alianza política se completó con las fuerzas económicas dominantes y con el apoyo de técnicos, intelectuales y políticos de clases medias y altas.

Este orden político entró en una crisis terminal a fines de los años setenta.4 En el periodo histórico que estudiamos (1978-1986), la región centroamericana entró en una grave crisis de dominación que alcanzó su pico en 1979 cuando triunfaron los revolucionarios en Nicaragua y los grupos insurgentes en El Salvador; luego de éxitos importantes, se erigieron como un desafío serio para las Fuerzas Armadas.5 En Guatemala, el conflicto social alcanzó magnitudes inéditas hasta desembocar en una “coyuntura revolucionaria” (Thomas 2013). Luego de un fuerte trabajo de penetración territorial, dos nuevas organizaciones, el Ejército Guerrillero de los Pobres (EGP) y la Organización del Pueblo en Armas (ORPA), salieron a la luz pública en junio de 1975 y septiembre de 1979 respectivamente. Paralelamente al auge guerrillero, se produjo una reorganización popular excepcional. En la ciudad, el movimiento sindical tuvo un repunte vertiginoso, emergieron y se multiplicaron los sindicatos y se llevaron adelante numerosos conflictos obrero-patronales; se aceleró la organización de trabajadores del Estado; se extendió y radicalizó rápidamente la organización estudiantil universitaria y media, y emergieron nuevos sectores organizados. Se asistió, asimismo, a la recomposición del movimiento campesino con reivindicaciones de tierra, pero también en el plano de la contradicción indio-ladino. La convergencia entre el movimiento popular organizado y las nuevas organizaciones político-militares que se produjo a fines de los años setenta dio forma al segundo ciclo revolucionario en el país. La coyuntura revolucionaria desestabilizó al gobierno y produjo un fuerte impacto político en el país y en el interior de la institución armada.

A esta fuerte impugnación al orden, se sumó el cuestionamiento de los sectores que lo habían legitimado y la consecuente ruptura de las alianzas que dieron vida al régimen autoritario. Las rivalidades entre el MLN, el PID y el Comité Coordinador de Asociaciones Agrícolas, Comerciales, Industriales y Financieras (CACIF) que habían emergido durante el gobierno del general Arana Osorio (1970-1974) en torno a la política económica, se agudizaron durante la gestión de Kjell Eugenio Laugerud (1974-1978) en el auge de una crisis económica. Para las elecciones de 1978, la alianza PID-MLN estaba completamente fracturada. El general Lucas García ganó las elecciones —acusadas de fraudulentas— de la mano del partido oficial. Durante su gobierno, el enfrentamiento con el CACIF fue constante, se originó por el intento del gobierno de elevar los impuestos de exportación y expandir su influencia en áreas bajo tutela exclusiva de los empresarios (McCleary 2003: 78).

Esta coyuntura coincide con una crisis económica de gran envergadura para toda la región centroamericana, producto de un constante deterioro de los términos de intercambio (Garnier 1993). Asimismo, el país comenzó a ser cuestionado internacionalmente por las reiteradas violaciones a los derechos humanos. En las postrimerías del gobierno de Laugerud García (1974-1978), la dinámica represiva del Estado alcanzó niveles alarmantes. El 29 de mayo de 1978, el Estado llevó adelante la masacre de Panzós, en Alta Verapaz, la que, como mostró Greg Grandin (2004), inauguró un ciclo de represión cuyas formas caracterizaron a la Guerra Fría en América Latina. El gobierno del general Lucas García (1978-1982) sobresalió por la magnitud de la represión y la violación a los derechos humanos. Atacó la movilización popular urbana con una campaña abierta de represión, en manos, principalmente, de la policía y de los nuevos escuadrones de la muerte, así como de grupos paramilitares y parapoliciales, como el Ejército Secreto Anticomunista (ESA). En poco tiempo, a través de desapariciones y asesinatos selectivos, desarticuló el movimiento sindical y estudiantil, y la oposición democrática moderada.6

Bajo el gobierno de Lucas, la represión indiscriminada empezó a ser denunciada con fuerza a nivel internacional. Pronto aparecieron las críticas de la comunidad internacional por las violaciones a los derechos humanos en Guatemala. La magnitud de dichas violaciones enfrió aún más las relaciones con el Congreso norteamericano y el gobierno de James Carter, quien había condicionado la ayuda militar a que se respetaran los derechos humanos.

Acrecentada la crisis política y aumentados cuantitativa y cualitativamente los niveles de represión gubernamental, el 1 de septiembre de 1980, el vicepresidente, Villagrán Kramer, quien representaba el pensamiento más democrático y moderado del gobierno, renunció. Apenas dos meses después, el EGP, ORPA, FAR y PGT suscribieron el compromiso de unidad en la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG), la que se dio a conocer en enero de 1982.

Como suele suceder en cada coyuntura política crítica en Guatemala —y en América Latina en general— los actos de corrupción de quienes estaban siendo cuestionados —los altos mandos militares— salieron a la luz. La publicidad de la corrupción agravó la crisis política en que estaba sumido el gobierno militar. Desde el golpe de Estado de Enrique Peralta Azurdía (1963), los militares conformaron un complejo económico-militar sin precedentes. Este proceso fue degenerando las estructuras del Ejército y dio lugar a “una peligrosa combinación de corrupción-politización-subversión” dentro de la institución que se constituyó en un punto central de fraccionamiento interno (Rosada 2011). Para fines de los años setenta, las acusaciones de corrupción a un importante grupo de altos oficiales se habían generalizado en el interior de las Fuerzas Armadas. Sumado a ello, la institución armada había descentralizado el control de la represión y perdido las jerarquías y la disciplina en el nivel interno. Durante el gobierno del general Romeo Lucas García, proliferaron y adquirieron cierta autonomía respecto del Ejército varios cuerpos civiles clandestinos: “escuadrones de la muerte”, aparatos paramilitares y de inteligencia. Todo ello surtió un efecto negativo dentro de la misma institución militar —la institución rectora del orden político— cuya cohesión interna venía debilitándose a gran escala. El enorme desprestigio que habían acumulado las Fuerzas Armadas, producto de las denuncias por violación a los derechos humanos y corrupción, sumado a las disputas políticas internas, generaron fuertes fraccionamientos institucionales.

La crisis del orden político implicaba, como lo señala Bernardo Arévalo de León (2005), una crisis de legitimidad de las Fuerzas Armadas. Esta situación puso en evidencia la importancia de implementar cambios en el interior de la institución, en el papel del Ejército en la sociedad y en la forma de llevar adelante la guerra. Como toda crisis, abrió el juego a las oportunidades y fue el sector estratégico de las Fuerzas Armadas quien supo aprovecharla e imponer su visión estratégica para dar respuesta a tales necesidades. Esa respuesta implicaría, además de medidas represivas, la “transición a la democracia”.

La revalorización de la democracia política

En ese contexto histórico, cobró centralidad el “discurso democrático” que impugnaba el sentido político-autoritario del orden custodiado por los militares. En el ámbito internacional, el fin de la década del setenta evidenció el ocaso de las dictaduras militares y el inicio de lo que Samuel P. Huntington (1994) denominó la “tercera ola democrática”, cuya primera manifestación fue la revolución portuguesa de 1974. Estados Unidos dio un giro en su política exterior a partir de concluir que las dictaduras fomentaban más las revoluciones que las democracias. James Carter (1977-1981) manifestó su preocupación por la violación de los derechos humanos por parte de las dictaduras y, después, Ronald Reagan (1981-1989) promocionó la democracia como sistema político. Los planes del imperio para Centroamérica, como puede verse en El Informe Kissinger… (1984), implicaron el establecimiento de un cerco democrático alrededor de la revolución en Nicaragua.

A tono con el cambio mundial, en toda la región latinoamericana se registró la emergencia de un nuevo panorama político hostil contra los gobiernos militares y proclive a la instalación de una “democracia”. Hasta entonces, la democracia había sido constantemente invocada pero sistemática y violentamente negada. La crisis económica y financiera y la activación popular en demanda de democracia coadyuvaron a erosionar las dictaduras. Comenzaron los llamados procesos de transición latinoamericanos, primero en Perú en 1978, después en Ecuador en 1979, generalizándose a partir de 1982 en el resto de los países. Asistimos, pues, a una revalorización de la democracia. No obstante, era una democracia restringida a la formalidad del régimen político en cuyo centro se asentaba el alejamiento militar del poder político y el “retorno de los civiles”.

Esta idea de democracia dejaba de lado la participación popular, la igualdad y el bienestar, aspectos con los que la democracia había estado asociada desde la Segunda Guerra Mundial. Ansaldi (2007) señala la importancia en este proceso de los conceptos y las teorías con las que se pensó la democracia en esos años. Las ciencias sociales latinoamericanas, dice Cecilia Lesgart (2002), influidas por la politología institucionalista en boga, pusieron el énfasis en el “problema político”, que dejó de ser explicado como epifenómeno de la estructura económica y social, y se redujo a la lógica interna de la política y de las racionalidades de la acción política. Cobraron auge nuevos conceptos como “régimen político”, “transición”, “partidos políticos”, “sistemas políticos”, y se dio importancia a la idea de un pacto fundacional, constructor de un nuevo orden político. El guatemalteco Mario Solórzano (1987), por ejemplo, sostenía que, si bien la democracia tiene significados diferentes para los diversos actores sociales, hay ciertos componentes que no pueden ser rechazados por ningún grupo social, “salvo que pretendan el establecimiento de regímenes políticos autoritarios o totalitarios”. Y, de acuerdo con la definición de Norberto Bobbio, los definía de la siguiente manera:

…un conjunto de reglas (las llamadas reglas del juego), que permiten la más amplia y más segura participación de los ciudadanos, ya sea en forma directa, ya en forma indirecta, en las decisiones políticas, es decir, en las decisiones que interesan a toda la colectividad. El concepto señalado integraría el sistema de partidos políticos, sin exclusión de ideologías, el sufragio universal, sobre la base de elegir y ser electo, así como el respeto a la voluntad popular; la existencia de alternativas políticas divergentes, con opción de alcanzar el poder político sobre la base del voto mayoritario y el respeto a la minoría (Solórzano 1987: 60).

En Guatemala, hacia fines de la década de los setenta, la democracia procedimental irrumpió como un pensamiento alternativo dentro del pensamiento autoritario tradicional en el marco de la crisis y el quiebre de las alianzas sociales que dieron vida al sistema de dominación excluyente y autoritario. En todos los actores que configuraron el sistema de dominación guatemalteco se produjeron cambios. La Iglesia católica, luego del fuerte enfrentamiento entre los sectores ligados a la teología de la liberación y la cúpula vinculada al status quo, adoptó, como política institucional, el reclamo de respeto a los derechos humanos y a la búsqueda de una alternativa de solución de carácter democrático (Solórzano 1987: 53). Un sector “modernizante” de la burguesía nacional, en discrepancia con la política económica de los militares, comenzó a cuestionar el papel de las Fuerzas Armadas en el gobierno. Constituyó un nuevo discurso político-ideológico basado en la democratización del régimen político, la modernización y reestructuración del Estado y del mercado, el ajuste estructural y en ciertas reformas sociales.7 En el interior de la institución militar también se consolidaron dos vertientes: la que comenzó a considerar, además de métodos militares, la utilización de otros de tipo político como la “transición a la democracia”, y la que pretendía mantener firme la opción estrictamente militarista de guerra y de gobierno.

Dentro del sistema político de partidos, se produjo un giro al centro, caracterizado por bregar por la democratización del régimen. Aparecieron corrientes centristas dentro de los partidos tradicionales (PR, PID y MLN) y se fortalecieron los partidos del centro político como la DCG y el recién creado Unión de Centro Nacional (UCN). El creciente y contundente abstencionismo, el voto nulo y en blanco demostraban la desconfianza hacia el sistema político. La democracia política se constituyó así en un “instrumento” con el que coincidieron distintos actores sociales en el contexto de la crisis.

El sector estratégico del ejército y la reformulación del pensamiento militar

Los oficiales estratégicos

En este contexto de crisis política de gran envergadura, adverso para los militares y proclive a la democracia política, creció y se consolidó en el seno del Ejército la corriente que denominamos estratégica. Este sector militar asumió progresivamente el liderazgo dentro de la institución. Protagonizó el golpe de Estado de 1982 que se presentó como la impugnación a la consolidación de un nuevo fraude y contra la corrupción e instaló una dictadura institucional de las Fuerzas Armadas que colocó en la presidencia a José Efraín Ríos Montt (1982-1983).8 El proceso que se desencadenó con posterioridad al golpe ubicó a los estratégicos en el centro de la escena. Los planes de permanencia en el ejercicio de facto de la presidencia de Ríos Montt culminaron con su destitución. En agosto de 1983 se dio un nuevo golpe de Estado que se conoció como el “golpe de palacio”, a través del cual se buscaba restablecer los objetivos militares instalados en 1982 ante el intento de “desviar” el proceso por parte de Ríos Montt. Este nuevo golpe posicionó en la presidencia al general Humberto Mejía Víctores (1983-1985), quien se dio a la tarea de restaurar la jerarquía, subordinación y disciplina dentro de la institución y continuó con el proceso de “transición a la democracia”, no sin antes desplazar a la oficialidad del ala estratégica de menor rango que había adquirido protagonismo y que volvería a ocupar un lugar central a partir de la asunción de Vinicio Cerezo Arévalo (1986-1991), el primer presidente de la transición.

La categoría “estratégicos” comenzó a ser usada con frecuencia en los medios de comunicación a partir de la entrada en la escena pública del general Héctor Alejandro Gramajo. Es usada, asimismo, por varios analistas y, también, por los mismos oficiales “estratégicos”. En este trabajo la retomamos porque consideramos que logra dar cuenta de una diferencia sustancial con la otra corriente importante de las Fuerzas Armadas, “los conservadores”, frente a los cuales se definen: aquéllos incorporan el pensamiento estratégico y el pragmatismo, mientras éstos se mantienen en una posición inflexible respecto a la forma de llevar adelante la guerra y el gobierno del país. El ámbito por excelencia de fortalecimiento del pensamiento estratégico fue el Centro de Estudios Militares (CEM) creado en 1970. A partir de la creación de este centro y la introducción de los estudios al nivel de comando y estado mayor, la reflexión estratégica del Ejército Guatemalteco se fue sofisticando (Aguilera 1994: 74). En la Tesis de Ascenso Influencias de las corrientes ideológicas en el Ejército, su autor plantea que:

Desde su fundación el Centro de Estudios militares (CEM) ha prestado cada vez mayor atención a los factores no militares vinculados con la defensa nacional, incluidos la administración pública, la planificación económica y los estudios de carácter político. [...] la dirección militar ha convertido a la actividad y el rendimiento educacional en la piedra angular de su profesionalismo (I-77-IV-88, 1988: 10).

Ese proceso se profundizó una vez limitada la ayuda norteamericana por James E. Carter, suceso que abre la formación militar guatemalteca a la influencia de otras escuelas militares, entre ellas, las sudamericanas, especialmente de Brasil, Uruguay y Argentina, y asiáticas.9

Del CEM y de la Secretaría de Planificación Económica y Social (SEGEPLAN) surgieron las primeras ideas y propuestas concretas de transformación y reconfiguración del pensamiento y el accionar militares. Así lo resumió el general Héctor Alejandro Gramajo, figura central de este proceso:

[...] nos dimos a la tarea de actualizar las apreciaciones de la situación social, militar, económica y política del país; así como también hubo de estudiarse las estrategias de los oponentes insurgentes, las presiones dominantes del extranjero, las amenazas y elaborar hipótesis de conflicto del estado […] (Gramajo Morales 1995:178).

El general Héctor Alejandro Gramajo Morales fue uno de los oficiales más representativos de este sector.10 Otros actores relevantes de esta facción, en esa etapa, fueron los generales Ricardo Peralta Méndez, primer director del Centro de Estudios Militares (CEM); Rodolfo Lobos Zamora, director del CEM durante el gobierno del presidente Lucas García (1978-1982), y jefe del EMGE después del golpe de 1982; César Augusto Cáceres Rojas, director de Operaciones del EMGE y director interino del CEM durante el gobierno de Lucas García; mismo cargo que siguió ocupando tras el golpe de Estado de 1982.

Frente a este sector estratégico, los militares más “conservadores” compartían una racionalidad fervorosamente anticomunista. Seguían concibiendo a “lo militar” con las ideas y convicciones que dieron vida al “Ejército político” (Arévalo de León 2015). A partir de la contrarrevolución desatada en 1954, el Ejército fue asumiendo un sentido de misión que expresaba una responsabilidad central en el mantenimiento y desarrollo del Estado y en la protección de la nación frente al comunismo. Los militares se consideraron un cuerpo profesional distinto y mejor capacitado que el resto de las instituciones del Estado para llevar adelante esa afrenta. Se convirtieron en los “salvadores” de la nación y, bajo ese imperativo, desarrollaron una capacidad de acción que le permitió intervenir corporativamente en el escenario político y mantener el control directo del Estado. Nutridos de la Doctrina de la Seguridad Nacional (DSN), los militares se consideraron parte de la lucha mundial y de la “alianza occidental” en contra del comunismo internacional (Aguilera 2012: 380). El anticomunismo pregonado por los altos mandos militares y sus socios políticos y económicos construyó un enemigo externo al cuerpo social absolutamente diferente al “ser guatemalteco”, un enemigo que negaba los valores de la guatemalidad, de la familia, de dios, de la patria; un adversario, además, violento y terrorista (Vela 2005).

El pensamiento de los militares más conservadores seguía manteniendo incólume estas ideas mientras los estratégicos comenzaban a problematizarlas a la luz de la crisis que atravesaba el país y la propia institución. Los militares estratégicos estudiaron a las organizaciones revolucionarias, el contexto geopolítico y la coyuntura nacional, regional e internacional; reinterpretaron algunas de las ideas que caracterizaban al pensamiento militar, entendieron que era necesario transformar las estrategias de la guerra y reformular el papel de la institución en la sociedad alejándose del gobierno. En ese proceso ubicaron a la “transición a la democracia” en un lugar central. Los estratégicos empezaron a concebir a lo militar en términos de “profesión”, con mayor grado de apertura y flexibilidad.

El replanteo del “problema subversivo”: causas, características y respuestas a la “guerra subversiva”

A partir de la creación del CEM en 1970, los militares comenzaron a estudiar con mayor profundidad el “problema subversivo” y, de la mano de los estratégicos, se produjo la primera inflexión del pensamiento militar que involucró una reinterpretación de las causas del surgimiento de las guerrillas. Se reconoció que, además de la injerencia del comunismo internacional, otras causas internas, propias del país, estaban detrás del estallido revolucionario. Esta reinterpretación postulaba que la lucha guerrillera y la incorporación de las masas a la misma debía comprenderse entendiendo los problemas de larga data en el país que servían de sustento a la penetración comunista. En la Tesis de Ascenso Influencia de los problemas socio-económicos de Guatemala en la guerra subversiva, de 1975, su autor conecta los problemas sociales y económicos con la “frustración” y a ésta con la posibilidad de la subversión. Si la frustración derivada de los problemas económicos y sociales, dice el autor, “es alentada e instigada por políticos hábiles, fácilmente se convertirá en subversión y violencia” (A-51, 1975: 62). En la Tesis de Ascenso Seguridad nacional, de julio de 1977, en la que se retoma la definición de seguridad nacional de la Escuela Superior de Guerra de Brasil y se citan otras escuelas latinoamericanas, su autor plantea que el subdesarrollo económico y social y las “necesidades” crean las posibilidades para la infiltración del comunismo. La falta de desarrollo, afirma el oficial, encierra “el germen de la lucha”, y crea “avenidas de aproximación por donde avanzan ideologías que justamente se apoyan en la frustración imperante” (CA-2597, 1977: 1). El autor sostiene que esa constatación “crea nuevas exigencias a la conducción”, la cual debe asegurar una relación armónica entre seguridad y desarrollo a partir del planeamiento y la coordinación de todas sus acciones (CA-2597, 1977: 1-2). Si se pretendía evitar que las masas indígenas y los “excluidos” se sumaran a la subversión, se hacía necesario el desarrollo el país.

Esta primera reformulación del pensamiento militar dejaba firme la idea de que las causas del conflicto no se reducían a la mera existencia de una guerrilla armada financiada desde el exterior. Las causas últimas de la “subversión” radicaban en el subdesarrollo, la miseria y las “necesidades”. Estas nuevas reflexiones fueron abriendo paso a otros cursos de acción posible en la mentalidad de los estratégicos. Si las causas de la subversión radicaban en los problemas derivados del subdesarrollo, la respuesta armada —única ensayada durante el primer ciclo revolucionario— nno era suficiente. A las políticas puramente militares, entonces, debían acompañarlas otro tipo de “acciones políticas, económicas y psicosociales”. La única forma de erradicar la subversión, dice el autor de la citada Tesis Influencia de los problemas socio-económicos…, es “[…] previniéndola. A cada problema existente deberá de buscársele un antídoto apropiado” (A-51, 1975: 62). El agregado de los estratégicos a la interpretación militar prevaleciente de la Doctrina de Seguridad Nacional en Guatemala —centrada exclusivamente en lo represivo—, se acercaba a las formulaciones desarrollistas e integrales de los militares del Cono Sur, dado que apuntaba a “enmendar las vulnerabilidades del país con el objeto de mantener el fin último de la seguridad” (CEH 2006: 239). Esta lectura del conflicto reduce al mínimo los límites entre la guerra y la paz, dado que, mientras existan problemas derivados del subdesarrollo, la “subversión” tiene posibilidades de germinar.

La irrupción de la segunda oleada revolucionaria impactó en las Fuerzas Armadas y profundizó el proceso de complejización del pensamiento militar dentro de los sectores estratégicos del CEM. Según el coronel retirado del Ejército de Guatemala, Mario Mérida: “[...] nadie pensó que pudiera constituirse de nuevo una guerrilla en Guatemala. De hecho era chiste decir que se estaba fraguando un movimiento guerrillero”.11 Algunos oficiales del Ejército guatemalteco, como Mérida, afirman que la irrupción pública de las nuevas organizaciones político-militares fue una poco grata sorpresa para las armas. Un dato que avala la idea de la sorpresa es que en la Tesis Influencia de los problemas socio-económicos…, de 1975, se enumeran las “organizaciones revolucionarias” existentes en Guatemala y sólo se hace referencia al Partido Guatemalteco del Trabajo (PGT), las Fuerzas Armadas Rebeldes (FAR), el MR 13 y al Ejército de Liberación Nacional (ELN). Otros niegan la novedad, pero reconocen que el Ejército no hizo nada para evitarlo. En esta línea, arguye el general Víctor Manuel Ventura Arellano, “el ejército no fue sorprendido, pero tampoco se adelantó para evitar el desarrollo del movimiento insurgente como era lo debido, limitado por las circunstancias políticas imperantes” (2015: 38). Sorpresa o inacción, la cuestión central radica en que el surgimiento intempestivo de la segunda generación guerrillera generó una alerta importante en las Fuerzas Armadas. Lo más significativo era que el movimiento revolucionario crecía y se expandía entre la población indígena y campesina, en un contexto de auge revolucionario en toda la región centroamericana.12 El triunfo de los sandinistas en 1979 recrudeció la preocupación militar: “Un año tenían los sandinistas de estar en Nicaragua. Y parecía como que El Salvador iba después y después Guatemala, ¿verdad? Y una vez esos tres países fueran tomados (por el comunismo), el resto de Centro américa, automáticamente iba a caer”, comenta el general del Ejército guatemalteco, Julio Balconi.13 Dejando de lado la forma en que conceptualizaron los hechos, es evidente que los militares se alarmaron por la magnitud de la conflictividad social y el grado de impugnación al orden establecido.

En este marco, los estratégicos comenzaron a estudiar el nuevo tipo de guerra que desarrollaban, especialmente, el EGP y la ORPA. Para los militares del CEM, ya no se trataba sólo de una guerra de guerrillas, ésta era una “guerra integral” o una “guerra total” en la que no sólo intervenían los factores militares. En agosto de 1979, el autor de la Tesis Necesidad de desarrollar en el Ejército una Doctrina de Guerra Política, apoyado en los materiales del curso de Guerra Política desarrollado en Taiwán ese mismo año, plantea que en Guatemala se está enfrentando a la subversión comunista “con métodos ortodoxos que esperan la situación en su punto desesperado, para hacer uso de las fuerzas armadas; […] Falta pues la otra mitad de esta forma de guerra moderna que se ha denominado Guerra Política” (I01X-79, 1979: 11-12). La guerra política, dice el autor, “[…] incluye la guerra estratégica, la guerra ideológica, la guerra de organización, la guerra psicológica, la guerra de inteligencia y la guerra masiva”. El autor cita a Chiang Kai-Shek para argumentar que el aspecto político es más importante que el militar y que en la guerra política, la retaguardia del enemigo es más importante que la vanguardia. La guerra contra el comunismo, expresa, “es una guerra en la que se combinan las fuerzas armadas con las masas y bajo los principios de: “30% guerra militar y 70% guerra política” (I01X-79, 1979: 31). Esta idea sentó las bases para la creación de las Patrullas de Autodefensa Civil (PAC) cuya estructura data de 1981 y de la estrategia “Frijoles y Fusiles” de 1982.14

En la “guerra moderna”, las soluciones puramente militares no servían. En la Tesis de Ascenso Cómo erradicar la subversión en Chimaltenango, de 1981, su autor plantea que:

[…] hay aspectos que competen más a soluciones o acciones del Gobierno Central, tanto en el campo psicosocial como en el económico y en el político de la región y no, a esperar o creer en soluciones de carácter militar o a resoluciones mediante la ejecución de operaciones militares; esto por supuesto, no quiere decir que las mismas no sean necesarias o se dejen de llevar a cabo […] (I21x81, 1981: 55-56).

El aspecto “político” de la guerra, en sentido amplio, se tornó cada vez más importante para los estratégicos. En la Tesis Seguridad nacional, de 1977, se adelanta una idea que será luego utilizada y popularizada por Gramajo: “por la integralización de la guerra; la política es ya considerada en antonomía a la expresión tradicional de Clausewitz... la continuación de la guerra por otros medios” (CA-2597, 1977: 7).

En el sexto curso de comando y Estado mayor del CEM, coordinado por Gramajo en mayo-junio de 1980, que dio lugar a la “Apreciación Estratégica N° VI-80; TP 05-09-08”, se plasmaron las reflexiones que venían desarrollándose en las Tesis de Ascenso y de curso del CEM. La “apreciación” recomendó “integrar” las estrategias de desarrollo con las de seguridad, y la sanción de leyes y armas legales para combatir la “subversión”.15 No obstante, la primera recomendación de corto plazo de esta “Apreciación” indicaba: “Buscar la concordia nacional con acciones encaminadas a lograr que las próximas elecciones se lleven a cabo y que estas sean democráticamente efectivas”. Para lograrlo proponían eliminar la violencia, brindar al pueblo un grado de seguridad, asegurar la participación masiva en las elecciones próximas y “garantizar y convencer a la ciudadanía votante el respeto a su voluntad expresada en las urnas electorales, de la que se logrará más fácilmente si se elimina de la contienda política a cualquier candidato militar”. En el contexto de crisis y revalorización de la democracia política al que nos referimos, el respeto a las elecciones se presentaba como una estrategia de guerra política para hacer frente a la “subversión”. Esta cuestión aparece, asimismo, en la Tesis La guerra de guerrillas en la lucha subversiva, de septiembre de 1980, en la cual se hace referencia a militares franceses como el coronel Roger Trinquer, uno de los ideólogos de la llamada Teoría de la Guerra Revolucionaria. En este informe el autor analiza los aspectos que tienen relación con la posibilidad de éxito de la guerrilla. El primer punto considerado es el “Gobierno”:

El origen de la conducción política, social y económica del gobierno influyen de manera determinante en el éxito o fracaso de las guerrillas. Para estas es muy diferente la situación que se les presenta cuando se enfrentan a un gobierno colonial o dictatorial, desasistido de la opinión pública o que no se preocupa de la solución de los problemas sociales del pueblo, a cuando lo hacen contra un gobierno democrático y con apoyo popular como base firme de sustentación. En este caso es imposible el triunfo o la supervivencia prolongada de las guerrillas […] (I09X80, 1980: 3-4. Énfasis propio).

En la “apreciación” de 1980, los militares estratégicos recomendaron al alto mando conducido por los sectores más “conservadores”, la implementación de cambios en la forma de llevar adelante la guerra. Éstos entendían que la táctica de tierra arrasada y la represión indiscriminada eran las únicas formas de enfrentar a “los subversivos terroristas”. La solución, para los conservadores, era librar una guerra militar y mantener el modelo tradicional de gobierno autoritario. La apreciación, por ende, no fue bien recibida. Según Alfonso Yurrita, por esta razón “muchos de los de la ‘línea estratégica’ fueron demeritados en sus funciones” (1997: 123). Sin embargo, los cambios comenzaron a implementarse a partir del golpe de Estado de 1982. Las ideas que venían postulando los oficiales del CEM quedaron plasmadas en un plan estratégico, el “Plan Nacional de Seguridad y Desarrollo (PNSD)”, elaborado a pedido de Ríos Montt por un equipo de militares y técnicos civiles del CEM y SEGEPLAN, entre los que se encontraban el entonces coronel Gramajo Morales, los licenciados Raúl Villatoro y Ariel Rivera (SEGEPLAN) y los coroneles Rodolfo Lobos Zamora y César Augusto Cáceres Rojas. El PNSD diseñó una campaña de contrainsurgencia consistente en varias etapas y de larga duración. En su parte introductoria afirma enfáticamente que la exclusión política, social y económica estaban detrás de las causas del conflicto:

Se ha comprobado que, con sólo operaciones militares y policiales, no se erradica definitivamente la acción subversiva porque —independientemente de la ayuda que reciba del exterior— las causas que la originan se basan en las contradicciones existentes, producto de procesos históricos que el comunismo explota en su provecho. Las injusticias sociales, rivalidades y oposiciones políticas, el descalabro económico, los dramas de miseria y hambre, la desocupación y la pobreza, son entre otros, los motivos principales que indudablemente las alimentan.16

A las políticas puramente militares debían acompañarlas políticas de desarrollo y el accionar activo de todos los “poderes nacionales”: económico, político, militar y social. Sólo así, con la confluencia de todos los poderes en una visión desarrollista, se lograría la eliminación de la insurgencia. Los estratégicos no terminaron de prever que el “poder económico” ya estaba embarcado en las ideas neoliberales. El desarrollo, por esta razón y por la urgencia que imponía el auge guerrillero, quedó relegado.

Como señalamos, además de las causas económicas y sociales, la “exclusión política” de vastos sectores sociales apareció, en el renovado discurso militar, como una condición sine qua non de posibilidad de la guerrilla. En palabras del general Gramajo, “la insurgencia tuvo apoyo social no por ser la población innatamente subversiva, sino por existir problemas que tienen raíces muy largas y profundas en el sistema social” (1994: 16). Uno de esos problemas era, según Gramajo, que “las leyes establecían la exclusión política”, “había grupos excluidos de la vida nacional” (1995: 178) por razones sociales, económicas y, también, políticas. En lo que respecta a la transición política, la lectura de las causas del conflicto resulta central. La exclusión política aparece, en el renovado discurso militar, como una de las condiciones de posibilidad y de triunfo de la guerrilla. En esta línea, el establecimiento de un régimen democrático conduciría a deslegitimar la lucha por medio de las armas que llevaban adelante las fuerzas insurgentes. La hipótesis que entiende el cierre de espacios políticos como explicación de la radicalización y el establecimiento de las guerrillas pasaba a formar parte del pensamiento militar.17 La entrevista que mantuve con el primer presidente electo de la “transición”, Vinicio Cerezo, sostiene lo que acabamos de decir:

[…] llegó a mi mano un documento del Ejército, antes del golpe de Estado [de 1982], en donde indicaba que si no se abría el espacio político, la tensión militar que se estaba produciendo iba a causarles grandes problemas y un mayor aislamiento internacional. Y una cosa que los había conducido un poco a esta situación era lo que había sucedido en Nicaragua. La terquedad o la intransigencia de Somoza de hacer un proceso de apertura pacífica había conducido a la unidad de la población y de los diversos grupos políticos. Y aunque le dan el triunfo al general Guevara, el Ejército dice “esto nos conduce exactamente a lo mismo” y se produce el golpe de Estado. Entonces, la primera afirmación es que el golpe de Estado es una decisión estratégica.18

La democracia como estrategia contra la subversión cobraba más significado si consideramos que el diagnóstico militar que permitió la elaboración del PNSD consideraba que “los éxitos del Ejército frente a los focos guerrilleros no reflejan un debilitamiento significativo que permita pronosticar su erradicación a corto plazo, si esto se hace aisladamente” (Junta Militar de Gobierno, Plan Nacional de Seguridad y Desarrollo). Se hacía necesario, entonces, dar la batalla en el sistema político. Los últimos tres de los catorce “objetivos nacionales actuales” que formaron parte del PNSD se referían a la transición hacia la democracia política:

12. Reestructurar el sistema electoral para que, como fruto de una verdadera democracia, se respete la participación política y se eviten las frustraciones populares.
13. Reorganizar la administración pública, con el objeto de dinamizar la ejecución de los aparatos gubernamentales, conseguir su eficiencia, controlar su funcionamiento, evitar la anarquía administrativa.
14. Reestablecer la constitucionalidad del país dentro de un plazo perentorio, para que los guatemaltecos conozcan y exijan sus deberes y obligaciones, dentro del libre juego democrático (CIRMA 1982).

Estos objetivos se volvieron a hacer explícitos en ocasión del reemplazo de Ríos Montt. En la “Proclama del Alto Mando y del Consejo de Comandantes Militares” emitida en esa ocasión se reafirmaba el plan de “regreso” a la democracia: “[…] reafirmamos nuestra voluntad de continuar el proceso de retorno a la constitucionalidad democrática, para lo cual contamos con el respaldo y el concurso de todos los sectores políticos, sociales y económicos del país”.19

En este acto se puso de manifiesto la aceptación, en los sectores decisivos de la institución, de las aristas más importantes del nuevo pensamiento militar: el “retorno a los cuarteles” para continuar la lucha contrasubversiva.20

El profesionalismo militar y los peligros de ejercer el gobierno político

El diagnóstico elaborado por el sector estratégico de las Fuerzas Armadas guatemaltecas contemplaba, además, una lectura realista y pragmática de las consecuencias del ejercicio del gobierno a nivel institucional que coadyuvó a la decisión de los militares de impulsar la “transición a la democracia”. Se entendía que el ejercicio del poder político había significado un costo muy alto para la institución armada. Por un lado, los estratégicos entendían que el gobierno de la crisis económica y política presentaba dificultades crecientes para el Ejército, dado que la responsabilidad era achacada a las Fuerzas Armadas y la legitimidad de la institución caía a pasos agigantados. En esta línea, en el trabajo titulado Estudio de la doctrina de contrainsurgencia 1960-1982, realizado por una comisión de oficiales a pedido del alto mando, se buscó distanciar al Ejército como institución de los militares que “hicieron política”. Entre esos años, plantea, la institución armada “nunca tuvo ni ha tenido participación directa en los asuntos del Estado. Lo que ha sucedido es que quienes ocuparon el cargo de Presidente […] fueron militares, esto ha provocado cierta confusión […]” (CEM 1982: 1. Anexo F). Por esa razón, concluyen los autores, “debe dejarse claro que el Ejército no tiene ninguna responsabilidad en los aciertos u errores cometidos por las personas que hicieron gobierno” (CEM 1982: 4. Anexo F).

Por otro lado, el Ejército había perdido el control de la represión, las jerarquías y la disciplina a nivel interno. Durante el gobierno del general Romeo Lucas García, se había producido una pérdida de control del Ejército sobre la violencia estatal, controlada especialmente por las fuerzas de seguridad civiles bajo el mando del ministro de Gobernación Donaldo Álvarez Ruiz y los escuadrones de la muerte (Gramajo 1995: 158). A partir del golpe de 1982, se procedió a remodelar el Ejército y los aparatos de inteligencia para convertirlos en instituciones jerárquicas y disciplinadas con el fin de salvar la unidad e integridad del Ejército y expandir e institucionalizar su accionar en todo el país. Se desplegó una nueva organización militar que consolidó la presencia militar en toda la extensión de Guatemala. Se organizaron ocho comandos y 23 zonas militares (Acuerdos Gubernativos No. 152 al 167-83). Cada zona militar operaba bajo las órdenes de un comandante militar, con lo cual la presencia institucional del Ejército se consolidó militar y políticamente en todo el país ampliando el control social militar de la población. La Ley Constitutiva del Ejército, sancionada por Mejía Víctores, fortaleció la autoridad jerárquica y la centralización del mando en el Estado Mayor de la Defensa Nacional, institución encargada, desde la sanción del Decreto Ley No. 28-83 del 15 de marzo del mismo año, de elaborar los planes estratégicos para la seguridad y defensa de Guatemala. Según el general retirado Víctor Manuel Ventura Arellano, en una mirada retrospectiva, con esta reorganización institucional-territorial: “se dio un paso fundamental en cuanto al fortalecimiento del Ejército para mejorar la seguridad territorial y darle suficiente espacio de maniobra a las nuevas instituciones políticas para su buen desempeño y al mismo tiempo mantener el ambiente de seguridad ciudadana adecuado” (Ventura 2015: 129).

Este proceso de centralización de mando, jerarquización y disciplina interna fue acompañado por una reflexión en torno al profesionalismo militar. A tono con los planteamientos de las teorías de las relaciones cívicas-militares que los estratégicos comenzaron a estudiar, la idea de “profesionalidad” tenía en su seno la subordinación de las Fuerzas Armadas a los aspectos considerados “militares” y alejada del gobierno político del país. Según la Directiva 3-“L”-M-RAJAE-I-87 el “carácter profesional” es: “la facultad de actuar por medio de decisiones acertadas y justas, basadas en conocimientos, estudios, prácticas y técnicas continuas, aplicándose al mismo tiempo los principios de igualdad, justicia y equidad, en beneficio de la mayor eficiencia en el cumplimiento de la misión”.21

Este proceso cobrará fuerza a partir de 1986, una vez instalado el gobierno de Vinicio Cerezo en el cual los oficiales estratégicos tuvieron un papel clave. La Directiva 3 -“L”- M- RAJAE de 1986 estableció que:

Con el objeto de crear el espacio que permita a las instituciones y grupos de la sociedad civil ampliar su participación, el Ejército como una institución, y sus oficiales en servicio activo en forma individual, se retirarán de las actividades gubernamentales y de la participación en la política, no adoptarán posiciones, ni emitirán opinión en discusiones nacionales de asuntos económicos. [...] los oficiales deberán obedecer y apoyar las leyes de la nación, y las autoridades legalmente establecidas; [...] (Directiva 3 -“L”- M- RAJAE, anexada en Gramajo Morales 1995: 247-248).

Tanto las reflexiones en torno al “problema subversivo” como las relativas al peligro de ejercer el gobierno político y la profesionalidad apuntalaron el objetivo de la “transición a la democracia” cuya materialización tuvo como resultado la instalación de una democracia política contrainsurgente.

Hacia la democracia contrasubversiva

Antes de ceder el gobierno, según el PNSD, era necesario “pacificar” y ello significaba reducir al mínimo las posibilidades de victoria de la subversión armada. Una vez eliminado el peligro armado subversivo se procedería a otorgar el ejercicio directo del gobierno a la “clase política”, manteniendo en manos del Ejército el control sobre la “seguridad nacional”. La guerra continuaría controlando y reprimiendo a los “enemigos”, tanto a los enemigos reales que subsistieran a la represión como a los enemigos potenciales.22 La “pacificación” planeada en el PNSD se llevó adelante a través de sucesivos planes de campaña. Las acciones enmarcadas en estos planes venían a reemplazar la estrategia de aniquilamiento total llevada adelante por el Ejército desde 1978 (y de la cual eran partidarios los sectores conservadores) por otra basada en la ecuación 70/30, Frijoles y Fusiles: 70 por ciento de su esfuerzo destinado a los “potenciales enemigos” definidos como aquellos que podían ser recuperados y el restante 30 por ciento para quienes el Ejército consideraba perdidos. Gramajo lo expresa de la siguiente manera: “O sea, de un 100 por ciento, íbamos a darle comida a un 70 por ciento. Antes, era de 100 por ciento, matábamos al 100 por ciento” (entrevista citada en Schirmer 1999: 75).

Los planes de campaña “Victoria 82”: campaña de tierra arrasada, y “Firmeza 83”: despliegue de tropas y creación de las PAC, fueron determinantes en garantizar el éxito militar contra la subversión. El plan de campaña “Reencuentro Institucional 84”, pretendía reconstruir lo que había “dañado la subversión” a través de la creación de los “Polos de Desarrollo” y las “Aldeas Modelo”, y, paralelamente, trabajar para el retorno a la constitucionalidad garantizando “pureza y legalidad”. De tal forma, el Ejército, seguro de haber controlado al principal movimiento insurgente, en alianza con otros sectores sociales, comenzó a preparar el andamiaje jurídico-político que conduciría a la implantación del régimen político democrático.23 Este proceso dio a luz la Constitución Política de la República de Guatemala aprobada por la Asamblea Nacional Constituyente el 31 de mayo de 198524 y a las elecciones generales, para elegir presidente y vicepresidente de la República, cien diputados y 330 alcaldes, en noviembre de 1985.

En la nueva Constitución se eliminaron restricciones como la prohibición de participación de partidos políticos con ideología comunista y se facilitó la creación de nuevos partidos. Se aceptó el libre juego de fuerzas y opiniones, y la competencia abierta por el control del poder político fue reconocida expresamente. No obstante, se dio continuidad al proyecto contrainsurgente al legalizar los instrumentos de represión y control social como lo fueron las PAC y los Polos de Desarrollo. Según el especialista militar Rosada Granados (2005), los mandos militares de ese entonces impusieron la condición de separar la parte pertinente al Ejército del control del organismo Ejecutivo, ubicándola en un capítulo aparte, como condición para no suspender los trabajos de la Asamblea Nacional Constituyente. La presión ejercida por los militares apuntaba a constitucionalizar la contrainsurgencia. Quedó establecida la función del Ejército como una institución destinada a “mantener la independencia, la soberanía y el honor de Guatemala, la integridad del territorio, la paz y la seguridad interior y exterior” (Artículo 244. Énfasis propio). Asimismo, a través de su Artículo 16 incorporó todos los decretos-leyes emitidos entre el 23 de marzo de 1983 y el 14 de enero de 1986, fecha en que entró en vigencia. Entre esos decretos estaban los que crearon las aldeas modelos y los polos de desarrollo y los 33 decretos leyes sancionados por Mejía Víctores poco tiempo antes de la toma de posesión del presidente electo, que establecían la continuación del Proyecto de Asistencia de las Áreas de Conflicto, la amnistía general para delitos comunes y políticos ocurridos entre marzo de 1982 y 1986, la creación del Consejo de Seguridad del Estado, el reconocimiento de las PAC como órganos civiles a cargo del Ministerio de Defensa, una nueva ley constitutiva del Ejército, entre otros. En palabras del coronel Girón Tánchez, redactor de la mayoría de las leyes de la dictadura de Ríos Montt y Mejía Víctores, “[la Constitución] es un intento de crear un alineamiento de un Estado de derecho con seguridad” (Schirmer 1999).

Las elecciones fueron ganadas por el candidato más progresista entre los contendientes: Vinicio Cerezo Arévalo, del Partido Democracia Cristiana Guatemalteca quien, no obstante, pactó con el ala estratégica del Ejército un proceso de transición en el que las Fuerzas Armadas seguirían teniendo el control directo de la seguridad del país.

El objetivo militar de la “transición”, además de la propia supervivencia de la institución, era ceder el ejercicio directo del gobierno a la clase política, continuar la contrainsurgencia, ganar la guerra y mantener el control sobre la “seguridad nacional”. Para ello, como señalamos anteriormente, los militares se aseguraron de establecer en la Constitución y en otras leyes mecanismos legales y operativos que le permitieran mantener el control total de la contrainsurgencia. Según el general Víctor Manuel Ventura Arellano, “todo parecía indicar que la apertura constituía un riesgo calculado” (2015: 147).

Reflexiones finales

La “transición a la democracia” en Guatemala tuvo un antecedente importante en el proceso de reformulación del pensamiento militar liderado por el sector estratégico de las Fuerzas Armadas en el marco de una aguda crisis política e institucional. En este contexto de orden político a fines de los años setenta, se desencadenó un proceso de reflexión interno en el Ejército, no exento de disputas y contradicciones, a partir del cual se generaron las bases de un renovado pensamiento militar. La crisis puso en evidencia para el sector estratégico del Ejército la necesidad de cambios en la forma de llevar adelante “la guerra” y en las propias Fuerzas Armadas, deslegitimadas como nunca antes. En ese marco, los militares estratégicos reevaluaron el “problema subversivo” y el papel del Ejército en la sociedad en función de la idea de “profesionalidad” y de una reflexión práctica sobre los peligros que el ejercicio del gobierno político traía aparejado para la institución. En ese recorrido se instaló la idea de la democracia procedimental como una estrategia que apuntaba a ganar “la guerra”, salvar al Ejército de la debacle y reconstruir el orden político manteniendo los términos de la dominación. Este proceso de reformulación militar que formó parte ineludible de las condiciones de posibilidad de la democracia procedimental en Guatemala, fue influenciado por un proceso internacional, regional y local de revalorización de la democracia y, a la vez, ayudó a forjarlo en una dirección restrictiva. Esta democracia se asentó sobre una definición del conflicto social en clave de guerra interna. Ello habilitó una estructura legal destinada a combatir y controlar a los “enemigos subversivos” reales y potenciales. De ahí que la “democracia restringida” en Guatemala adquirió, además, un carácter contrasubversivo. Su piedra inaugural fue una Constitución Nacional derivada de un pacto político que garantizó —con legitimidad de origen— la continuidad de la represión, el control social y el aniquilamiento de los considerados “enemigos” u “oponentes” por parte de las Fuerzas Armadas. Esta particularidad de la transición guatemalteca instaló una relación inédita entre “subversión” y “democracia” que trastocó profundamente el sentido de esta última.

A los ojos de los militares estratégicos, la democracia como estrategia se limitaba al respeto de las reglas del juego del régimen político, una de las cuales era la libertad de acción de todos los partidos políticos. La participación popular quedaba restringida al voto y al sistema de representatividad. Una democracia procedimental acorde con el consenso internacional en pos de dicha forma de organización política. Estos configuraban los canales únicos de expresión del conflicto social. El resto de los canales de expresión y participación popular quedaban sujetos al control (represión y aniquilamiento) estricto de las Fuerzas Armadas y de seguridad, dado el supuesto estado de “guerra” y las características de la misma con las que los militares entendían el proceso de conflictividad que atravesaba el país. Una democracia contrasubversiva amparada por la nueva Constitución Nacional.

La idea de democracia se vaciaba de los contenidos de participación popular, igualdad y bienestar con los que había estado asociada durante la única experiencia de democracia sustantiva en Guatemala, la Revolución de Octubre entre 1944 y 1954, y se equiparaba a una estrategia de control social en la que el conflicto debía ser reprimido hasta quedar subordinado a las reglas del juego político instaladas en 1985 por los actores dominantes.

Si en una gran parte de los países de América Latina, el terror difuminado por el Estado en las sociedades coadyuvó para que el consenso político en torno a la democracia estuviera limitado a lo procedimental, en Guatemala, las características del terror, el poder militar, su iniciativa en el proceso de “transición” y el carácter de los actores políticos que dieron forma al pacto transicional, permitieron que la democracia procedimental quedara subordinada a la estrategia contrainsurgente conforme lo idearon los militares estratégicos.


1.

fn1Este artículo es una reescritura del segundo capítulo de mi tesis de maestría en Estudios Latinoamericanos de la Universidad Nacional de San Martín (UNSAM) titulada “La encrucijada militar: cambios políticos y Fuerzas Armadas en Guatemala, 1982-1996. Una aproximación socio-histórica a las transformaciones en la institución militar guatemalteca”.


2.

fn2Según los datos del informe de la Comisión para el Esclarecimiento Histórico (CEH) de 1999, el 95% de las masacres cometidas durante el conflicto armado interno (1960-1996) sucedieron entre 1978 y 1984, y el 64% de ellas se llevaron a cabo en tan sólo 18 meses, desde junio de 1981 a diciembre de 1982. Recordemos que el saldo estimado de víctimas durante todo el conflicto, según la CEH, es de doscientas mil muertes y desapariciones forzadas, más un millón y medio de desplazados sobre una población de 8 millones. El 81% de las violaciones a los derechos humanos se produjo entre 1981 y 1983; el 48% de los casos se verifica en el año 1982. Asimismo, los “actos de genocidio” investigados en cuatro regiones se cometieron entre los años 1981 y 1982. La CEH asignó una responsabilidad del 93% de las violaciones a las fuerzas del Estado y, específicamente, un 85% al ejército (CEH 1999).


3.

fn3Fueron los únicos partidos legales hasta 1978. Mario Solórzano Martínez (1987) denominó “democracia de fachada” a este esquema político.


4.

fn4Cuando hablamos del orden político de una sociedad nos referimos a las relaciones de dominación instituidas como régimen político, pero partiendo de que el orden es una constante construcción y, por ende, disputa. La dinámica conflictiva del orden político trae a escena a los actores, sus intereses, sus alianzas e ideas y, también, al conflicto social característico de toda sociedad de clases. Nos apartamos de las posturas economicistas según las cuales las relaciones de producción determinan las relaciones de dominación. Indudablemente existen condicionantes mutuos que deben ser atendidos, pero esto no implica determinación absoluta. No obstante, también nos apartamos del politicismo institucionalista que reduce lo político al funcionamiento del régimen y las instituciones.


5.

fn5Sobre los procesos revolucionarios, véanse Rouquié 1994; Bataillon 2008; Torres Rivas 2011.


6.

fn6Respecto de la represión al movimiento sindical, véanse Levenson 2007; Albizures y Ruano 2009; respecto al movimiento estudiantil, Kobrak 1999 y Álvarez 2002.


7.

fn7Hay ciertas interpretaciones, como la de la politóloga Rachel McCleary (2003), que conceden a las diferencias económicas entre militares y burguesía todo el peso explicativo de la llamada transición a la democracia. En torno al proceso de reorganización de los distintos sectores de la burguesía nacional véanse Casáus 1993; Palencia Prado 2014; Sáenz de Tejada 2014.


8.

fn8Respecto de las distintas posturas en torno al golpe de Estado, véanse Rosada Granados 2011; Rostica 2015; Schirmer 1999; Vela 2007.


9.

fn9Al respecto véanse los trabajos de Julieta Rostica 2013, 2015, 2016, y de Laura Sala 2018.


10.

fn10Gramajo fue director de operaciones del entonces Estado Mayor General del Ejército (EMGE) entre 1976 y 1978; subdirector de la Escuela Politécnica (1978-1979) y coordinador del sexto curso de Comando y Estado Mayor del CEM (1980). Ejerció la subjefatura del ex EMGE durante la dictadura 1982-1985. Durante el gobierno de Vinicio Cerezo, considerado el primero de la transición a la democracia, fue jefe del Estado Mayor de la Defensa Nacional (1986) y ministro de la Defensa Nacional (de febrero de 1987 a mayo de 1990).


11.

fn11Entrevista personal con el coronel (retirado) Mario Mérida, noviembre de 2016, Ciudad de Guatemala.


12.

fn12A diferencia de la línea sustentada durante el primer ciclo guerrillero protagonizado por el PGT y las FAR, las nuevas organizaciones apostaron a la estrategia de la guerra popular prolongada donde las masas indígenas pasaban a ocupar un lugar fundamental en la insurrección popular.


13.

fn13Entrevista personal con el general (retirado) Julio Balconi, Ciudad de Guatemala, 26 de septiembre de 2016. Balconi fue parte del sector estratégico del Ejército. Se desempeñó en el área de inteligencia. Fue director de la Escuela Politécnica (1992), director del Centro de Estudios Militares (1993-1994) y ministro de Defensa (1996) durante la gestión de Álvaro Arzú Irigoyen (1996-2000), cargo que ocupó en el momento de la firma de la paz.


14.

fn14Con las PAC se logró la combinación Ejército-masas, de esta forma se replicó el principio de “participación popular” de las propias organizaciones guerrilleras. En abril de 1983, el Acuerdo Gubernativo 222-83 reconoció legalmente a las PAC mediante la creación de la Jefatura Nacional de Coordinación y Control de la Auto Defensa Civil. Oficialmente la incorporación era voluntaria, pero adquirieron de hecho carácter obligatorio para la población masculina en las zonas de mayor conflicto y se configuraron como un componente clave de la estrategia contrainsurgente del Ejército. En el punto más alto del sistema de patrullas civiles, en 1984, el Ejército señaló que sus integrantes eran 900 mil (CEH 2006: 242). A través de las PAC, el Ejército introdujo en gran parte de la sociedad una racionalidad contrainsurgente que penetró en las relaciones más íntimas. Sobre las PAC, véase Remijnse 2005. Respecto a “Frijoles y Fusiles”, esta estrategia se basó en la ecuación 70/30: 70% de frijoles para los “potenciales enemigos” quienes podían ser recuperados y 30% de fusiles para quienes el Ejército consideraba “enemigos”. Esta vino a reemplazar, según el general Gramajo Morales (1995), la estrategia previa de aniquilamiento total llevada adelante por el Ejército hasta entonces y de la cual eran partidarios los sectores duros. Véase Schirmer 1999.


15.

fn15“Apreciación Estratégica, Curso de Comando y Estado Mayor, Escuela de Comando y Estado Mayor”, Centro de Estudios Militares, Guatemala, 25 de mayo de 1980. Véase Gramajo Morales 1995: 464-473.


16.

fn16 Centro de Investigaciones Regionales de Mesoamérica (CIRMA), Archivo Histórico. Colección Infostelle, Signatura 81. Junta Militar de Gobierno. Plan Nacional de Seguridad y Desarrollo. Directiva 00002. 1 de abril de 1982.


17.

fn17Hipótesis sostenida tempranamente por Edelberto Torres-Rivas 2009.


18.

fn18Entrevista de la autora al expresidente de Guatemala Marco Vinicio Cerezo Arévalo, Ciudad de Guatemala, 3 de febrero de 2016.


19.

fn19 Centro de Investigaciones Regionales de Mesoamérica (CIRMA), Archivo Histórico. Proclama del Alto Mando y del Consejo de Comandantes Militares, CHS/C61, No 108. Guatemala, 8 de agosto de 1983.


20.

fn20Cláusula novena.


21.

fn21 Archivo Histórico General de Centroamérica. Directiva 3-“L”-M-RAJAE-I-87, Colección EMP, GT-DAP-PR-01-07-S010-04, 1986, 1.


22.

fn22Acorde con la nueva estrategia de guerra popular prolongada de las organizaciones revolucionarias, el Ejército amplió la categoría de “enemigo”. En el Manual de guerra contrasubversiva, “enemigo” pasó a ser todo aquel que pueda cuestionar el orden establecido. Según Matthias y Kepfer (2014), con base en información de la Fiscalía de Derechos Humanos del Ministerio Público, hay al menos tres versiones de este Manual (1978, 1980 y 1983) y en todas se define al enemigo interno en los mismos términos.


23.

fn23Durante el gobierno de Ríos Montt, se sancionaron tres leyes clave que dieron origen al proceso de transición: la Ley Orgánica del Tribunal Supremo Electoral (Decreto Ley 30/83), la Ley de Registro de Ciudadanos (Decreto Ley 31/83) y la Ley de Organizaciones Políticas (Decreto Ley 32/83). Mejía Víctores continuó el proceso y se sancionaron los Decretos-Leyes 3 y 4/84 para la elección de la Asamblea Nacional Constituyente encargada de elaborar una nueva Constitución y dos leyes constitucionales, la Electoral y la de Garantías Constitucionales.


24.

fn24Las elecciones dieron por ganadores a la coalición MLN-CAN —el ala más dura de la derecha guatemalteca—, a la Democracia Cristiana y a la Unión de Centro Nacional, cuyos representantes constituyeron la mayoría de los 88 constituyentes. La nueva Constitución fue resultado de la disputa y negociación permanente entre estos partidos políticos, la gran burguesía nacional y los militares.

Bibliografía
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Legislación
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Fuentes documentales consultadas
Documentos de las Fuerzas Armadas
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Tesis de Ascenso de oficiales
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Entrevistas personales
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3.

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