Corazones virales.Del dolor a la alegría como política posviolencia en Perú
Viral Hearts.From Pain to Joy as a Post-Violence Policy in Peru
Javier Teófilo Suárez Trejo1
Resumen: En Perú, los estudios sobre la memoria luego del conflicto armado interno (1980-2000) se han enfocado sobre todo en 1) el dolor de la víctima y 2) el análisis de su discurso. El sociólogo argentino Roberto Jacoby propone las “estrategias de la alegría” como formas alternativas de recordar y actuar creativamente en contextos de posviolencia. En este artículo se describen y analizan dos espacios donde estas estrategias generan formas de hacer frente a un pasado de violencia. En primer lugar, la fiesta andina del ayla, descrita en un relato de José María Arguedas, se configura como una forma de organización que empodera a la comunidad convirtiéndola en un corazón (sonqo) capaz de reencontrarse con su doloroso pasado. En segundo lugar, el concierto de rock como praxis estética colectiva de la banda argentina Virus propone “salir del agujero interior” del pasado de violencia para promover “superficies de placer” como formas de empoderamiento juvenil.
Palabras clave: Alegría; Música; Cuerpo; Pedagogía; Empoderamiento.
Abstract: In Peru, memory studies after the internal armed conflict (1980-2000) have focused mainly on 1) the pain of the victim and 2) the analysis of their discourse. The Argentinean sociologist Roberto Jacoby proposes “strategies of joy” as alternative ways of remembering and acting creatively in contexts of post-violence. The article describes and analyzes two spaces where these strategies generate ways of dealing with a violent past. First, the ayla, Andean festival described in a story by José María Arguedas, is represented as a form of organization that empowers the community by turning it into a heart (sonqo) able to meet with its painful past. Second, the rock concert as a collective aesthetic praxis of the Argentinian band Virus proposes “to leave the inner hole” of the past of violence to promote “surfaces of pleasure” as forms of youth empowerment.
Key words: Joy; Music; Body; Pedagogy; Empowerment.
Recibido: 2 de septiembre de 2018
Aceptado: 11 de febrero de 2019
DOI: 10.22201/cialc.24486914e.2019.69.57124
A Gonzalo Portocarrero, zorro
hay que salir del agujero interior…
Virus
Introducción
En 2017 compré el último libro que la Pontificia Universidad Católica del Perú (pucp) había editado sobre la relación entre memoria y testimonio durante el conflicto armado interno (1980-2000) (Denegri y Hibbett 2016). Ahí, un grupo de intelectuales limeños analizan, con un sofisticado aparato teórico,2 los testimonios de las víctimas que la Comisión de la Verdad y Reconciliación (cvr) —cuyo centro fue la pucp— recogió entre 2001 y 2003. Me doy cuenta de que las formas a través de las cuales se han visibilizado las memorias del país, desde la academia,3 han cambiado poco en estos años.
Reconozco, entonces, dos elementos que han sido los protagonistas de este proceso: 1) el dolor de la víctima4 y 2) el análisis de su discurso o, más precisamente, el análisis discursivo de la experiencia de la víctima mediada por una instancia letrada. Después de más de 10 años de la aparición del Informe final de la cvr, Perú está lejos de la reconciliación y su política se encuentra en ruinas. Me pregunto por qué. Me pregunto también sobre las formas a través de las cuales nos han enseñado a hacer memoria y a recordar.
Recuerdo al sociólogo y artista argentino Roberto Jacoby (1944), quien afirma que “el deseo nace del derrumbe” y del (o en el) derrumbe “las estrategias de la alegría” (2011). Considero que es posible interpretar esta afirmación como la producción (el deseo) de formas alternativas a la memoria del dolor (el derrumbe) en sociedades que atraviesan procesos de posviolencia. La alegría, una forma del recordar, sin negar el dolor, se configura como contención, reconstrucción y empoderamiento.
Contención necesaria frente al doloroso hacer memoria; piénsese, por ejemplo, en la última muestra sobre el conflicto armado interno en Perú, llamada “Esquirlas del odio” (Ministerio de Cultura del Perú 2016) que, desde el título, parece querer permanecer en la dicotomía víctima/victimario. La muestra, entonces, no ofrece una contención al quebranto de quien participa en ella y si bien logra el reconocimiento del dolor de las víctimas, no promueve la imaginación de un futuro luego del dolor; un museo de la memoria no debiera regodearse en la memoria del sufrimiento, sino proponer formas productivas del recordar.5
Reconstrucción colaborativa de un pasado doloroso; se trata de una praxis cívica que reconoce y promueve la agencia directa, y no mediada sólo por un círculo letrado, de todos los actores del conflicto; la reconstrucción, análoga a la que se produce luego de un desastre natural, es interdisciplinaria y cada miembro apoya directamente con los saberes de su circunstancia histórica; la reconstrucción colaborativa, en este sentido, apunta no a una investigación académica de la memoria sino a promover activamente la extensión de las herramientas comunicativas y expresivas para que todos los actores puedan hablar en primera persona (individual y colectiva); se trata, en este sentido, de una apuesta pedagógica y pública, no sólo investigativa y académica.
Empoderamiento individual y colectivo que surge de la contención frente al dolor y de la agencia para la reconstrucción; el fin de las estrategias de la alegría, en este sentido, no es sólo la visibilización discursiva de la voz del otro, sino sobre todo su empoderamiento estético como agente ciudadano. Las estrategias de la alegría pueden tomar muchas formas que permitan el reencuentro productivo de las sociedades con sus pasados. El artículo se enfoca en dos manifestaciones culturales que tienen como eje la alegría como forma del recordar: la fiesta andina y el concierto de rock (fiesta rockera).
Si en los años sesenta Jacoby centró su interés en “las relaciones que establecen los medios y su ideología, desde el ángulo izquierdista típico” (Marrone 2005: 66), con el regreso de la democracia a la Argentina, el sociólogo se interesa en actividades consideradas frívolas y/o irrelevantes por la academia. Comienza, según él mismo afirma, a desarrollar “el concepto de fiesta y el concepto de la alegría en el sentido que le da Toni Negri: ‘Las pasiones positivas son las que construyen comunidad, que liberan relaciones, que crean alegría. Y esto está completamente determinado por la capacidad para atrapar el movimiento del tiempo y traducirlo a un proceso ético, en otras palabras, a un proceso de construcción de alegría personal, de comunidad y el libre disfrute del amor divino’” (2005: 66).
Antes de continuar, deseo recordar una experiencia que se materializa en la fiesta y al que los estudios de la memoria han prestado poca atención; se trata del olvido corporal6 que se produce a través de manifestaciones estéticas y/o comunitarias. Como el tema central del artículo es el empoderamiento comunitario a través de las estrategias de la alegría, me detendré brevemente en el fenómeno del olvido corporal y su relación con aquéllas. Mientras que la verdad legal debe demostrarse en términos de objetividad jurídica (discurso), la verdad de la experiencia se construye estéticamente (cuerpos y materiales) y no tiene como finalidad la incuestionabilidad (por ejemplo, la muerte de estudiantes a manos de grupos paramilitares no puede negarse) sino la construcción de formas a través de las cuales uno sigue viviendo con tal verdad que se reconoce como cierta.
El derecho de toda persona a construir formas para seguir viviendo con una verdad dolorosa exige del Estado y de la sociedad civil (ciudadanos, escuelas, universidades, etc.) no sólo dedicarse a reconstruir la memoria (de la víctima) sino, sobre todo, generar herramientas para que todos los actores del conflicto armado interno7 puedan vivir productivamente con la dolorosa verdad que reconocen; para lograr esto, se hacen necesarias estrategias que proporcionen a todos los actores del conflicto formas de empoderamiento individual y comunitario (para no continuar recordando incesante e infinitamente su dolor). El olvido corporal es una de estas formas.
Esta forma del olvido no se opone a la memoria, sino que la complementa a través de la experiencia. Para explicar esto, y a modo de provocación, haré uso de una noción que considero útil para la intención que tengo de recuperar el olvido corporal como forma del recuerdo. Felice Cimatti distingue entre una memoria declarativa (consciente) y una no declarativa (corpórea, material).8 Lo sugerente de esta distinción es que la memoria declarativa opera en el espacio de la comunicación simbólica; se trata del espacio del discurso (jurídico, científico, sociológico, etc.).
Por otro lado, la memoria no declarativa opera a través de la materialidad de los cuerpos (movimientos, sonidos, sensaciones y afectos en complejas, híbridas, contradictorias y hasta paradójicas configuraciones). De allí que la crítica de Cimatti al “hacer memoria” y al “prohibido olvidar” sea su permanecer en el espacio del discurso simbólico y/o legal (necesario pero insuficiente) dejando de lado la posibilidad de olvidar el dolor discursivo y recordar a través de formas corporales verbales y/o no verbales: un poema, una escultura, una performance, un concierto, una fiesta. Lo que el italiano propone es experimentar el olvido como el recuerdo del cuerpo que ha dado forma al dolor y puede expresarlo empoderadamente a través de una producción cultural9 en lugar de permanecer en las redes discursivas del trauma y su infinita representación.
Es urgente repensar nuestra relación con el pasado no sólo en términos de hacer memoria del trauma y la necesaria reparación (discursiva, simbólica y económica), sino también de construir formas (corporales, estéticas, pedagógicas) para seguir viviendo productivamente con la dolorosa verdad que reconocemos y que nos recuerda nuestra vulnerabilidad como individuos y sociedad. No se trata de escoger entre memoria y olvido, sino de recordar su importancia y construir su equilibrio. El buen olvido “conduce entonces a una inédita plenitud del cuerpo, enriquecida por las huellas mnésicas (memoria no declarativa), pero no entorpecida por los recuerdos (memoria declarativa)”10 (Cimatti 2016: 34; traducción mía), huellas que se materializan en estrategias diseñadas y puestas en práctica por cada persona y/o comunidad.
En este sentido, el artículo se enfoca en dos fenómenos donde las estrategias de la alegría (y el olvido corporal en tanto parte de ellas) producen formas de vérselas con un pasado de violencia. En la primera parte se analiza una festividad andina descrita en el relato (1967) del peruano José María Arguedas, cuya organización colaborativa empodera a la comunidad convirtiéndola, metafórica y públicamente, en un “corazón” (sonqo) capaz de reencontrarse con su pasado productivamente. A continuación, se analiza la praxis estética de la banda argentina Virus (1980-1988) y su propuesta de “salir del agujero interior” para disfrutar productivamente las “superficies de placer” como forma de empoderamiento juvenil en el contexto posdictatorial argentino.
El ayla: el corazón como experiencia comunitaria
En el relato “La huerta”, incluido en Amor mundo11 de José María Arguedas, el protagonista, Santiago, tiene un encuentro sexual con una mujer. Sin embargo, luego de este encuentro se siente sucio y con mal olor (1983: 231). De allí que, cada vez que tiene estos encuentros, sube a la montaña Arayá (Huaca), cubierta de nieve, para purificarse. Este episodio muestra las contradicciones entre la experiencia sexual del joven protagonista y la represión que una ideología cristiana conservadora ha impuesto. La huaca se revela como el confesor mítico-natural que le devuelve a la experiencia su pureza. Asimismo, cuando el sacerdote confiesa a Santiago, éste le pregunta si ha tenido relaciones con alguna mujer. Santiago le responde “sí, padre, asimismo ha sido. Estoy apestando, estoy sucio” (232).
La ideología cristiana ha desligado la sexualidad del cuerpo convirtiéndolo en antítesis de lo espiritual. Para la cosmovisión andina, en cambio, la sexualidad está conectada con el mundo de la fertilidad agrícola, es decir, la fecundidad establece una continuidad de esferas existenciales: agrícola, sexual, religiosa, etc. Al final del relato, Santiago se pregunta por qué tiene relaciones sexuales y luego se siente sucio: “Será que me sucede esto porque no soy indio verdadero; porque soy un hijo extraviado de la Iglesia, como el cura me dice rabiando” (Arguedas 1983: 234); fragmento que revela la irresoluble tensión entre ser un “indio verdadero” o un perfecto (o “extraviado”) cristiano. Los relatos de Amor mundo siguen esta línea de irresolubilidad y tristeza sin contención; sin embargo, un texto es la excepción: “El ayla”, donde la alegría colaborativa y colectiva es protagonista.
El relato describe la experiencia de Santiago, el joven protagonista, en el ayla, festividad andina que convoca a todos los miembros de la comunidad. El ayla es descrito por el protagonista como “un solo cuerpo” (237) que llega al centro de la ciudad a través del canto y la danza: “la gran cadena del ayla se dividió en cuatro, por barrios, y tomaron direcciones diferentes. Santiago se encaminó hacia la plaza de Carmenk’a, que era el barrio más grande y próspero. No siguió a los bailarines. Llegó a la plaza antes que el ayla” (237). Cuando ven el ayla, los “mestizos y señores” afirman que “van a hacer asquerosidades en el cerro estos indios” (236).
Los sujetos hegemónicos describen el ayla como un acto de desenfreno sexual que sólo la escritura y/o el cristianismo serían capaces de hacer desaparecer. Este fragmento muestra cómo el ayllu se empodera como alegría colectiva que sus miembros reconstruyen año tras año y, frente a la cual, los sujetos hegemónicos no poseen sino el discurso letrado y cristiano que, en el relato, no desea comprender al cuerpo comunal que late frente a ellos. A diferencia del discurso hegemónico, la fiesta del ayla opera con estéticas corporales que se muestran abiertamente a los señores y mestizos. Pensar la fiesta del ayla como estrategia de la alegría permite cuestionar la noción bajtiniana de carnaval como mundo al revés.
Para Bajtín (2005), el carnaval permite la descarga de las energías creativas y los deseos de justicia de los grupos subalternos que pueden materializar concreta, pero efímeramente, un mundo en el que ellos se empoderan y los poderosos pierden su poder. El límite de la interpretación bajtiniana es que asume que el carnaval es, sobre todo, un espacio de liberación que, acabada la fiesta, reafirma el sistema que ha cuestionado y/o destruido. Comprender, de este modo, el fenómeno festivo puede generar la institucionalización de la fiesta quitándole su poder creativo y transformador.
Desde el punto de vista de las estrategias de la alegría, las fiestas operan no como efímero mundo al revés, sino como estructurada estrategia que muestra, invita y viraliza abiertamente una forma de vida distinta a la del poder, una forma que no sólo enjuicia a los sujetos hegemónicos, sino que los invita, seduciéndolos estéticamente, a experimentar una existencia diversa. La fiesta, en este sentido, no opera como un simulacro de crítica del poder, sino como virus seductor que progresivamente puede ser capaz de abrir y transformar las visiones hegemónicas del mundo. Recuérdese que la alegría y sus estrategias no tienen pretensiones hegemónicas; son solamente otra herramienta para vérselas con el pasado.
La fiesta es un fenómeno interdisciplinario e inclusivo ya que, en los momentos de alegría, existe mayor apertura para acercarse a lo diferente. La alegría festiva es un espacio plástico donde los participantes adaptan los materiales existentes a la medida de la celebración concreta que quieren llevar a cabo. Compárese, en este sentido, la tensa ritualidad de las sesiones donde las víctimas cuentan sus experiencias con las múltiples coreografías de la fiesta, donde dos o más personas pueden compartir entre cantos y bailes, entre risas y llantos, sus experiencias de igual a igual. Las estrategias de la alegría apuntan, en este sentido, a un encuentro colaborativo de los recuerdos de los participantes, sean éstos dolorosos y/o alegres, mientras que el dolor apunta, sobre todo, a una introspección solitaria que, en ausencia de contención, puede hundir a los sujetos en los abismos del dolor y/o la culpa.
Estos rasgos de la fiesta se ven en la forma que toma el ayla: 1) incorpora la danza y el canto como formas de expresión; 2) articula tradiciones prehispánicas12 con imágenes cristianas creando híbridos gozosos que los representan y les ofrecen justicia; 3) los participantes están abiertos a que cualquiera participe del ayla si es capaz de entrar en él con amor-mundo, es decir, con esa apertura a experimentar la alegría de la comunidad. Nótese, en este sentido, el canto en quechua de los sacerdotes de la comunidad, los aukis: “Aylillay, aylillay / uh huayli / aylillay, aylillay uh huayli. / Señores Cabildo / señores comunes / hermosa palabra / hermosa atención / perdonadme / hacedme entender / hablad padre mío / rechazad la rabia / rechazad la pereza / aylillay, aylillay / uh huayli” (Arguedas 1983: 238; énfasis mío).
El canto no es sólo efímero goce sino un acto de comunicación que espera respuesta; la fiesta así no es sólo expresión de un carnavalesco deseo de liberación sino deseo de comunicación para conseguir justicia que sólo será posible si se rechaza la rabia y la pereza. Comprender el ayla como estrategia de la alegría implica acercarnos a la fiesta como un espacio en el que los miembros de la comunidad expresan sus quejas y obtienen justicia dentro de un espacio que ellos mismos han diseñado y habitan colectivamente: el auki mayor “le transmite las quejas de la comunidad y los encargos de los comuneros y sale feliz” (235).
Santiago, el personaje principal, sigue al ayla. Mientras lo sigue se encuentra a un mozo a quien le pregunta en quechua lo siguiente: “Dicen que en el ayla hacen cochinadas, cosas feas con las mujeres. ¿Cierto?” (237) El mozo se ríe y le responde lo siguiente: “Dicen. ¿Quién? Los señores vecinos, pues. Ellos no entran al ayla. No han visto. Por mando del corazón y por medio del gran padre Arayá jugamos; sembramos de noche. Bonito. A ti te conocemos. Te ha pateado, dicen, don Guadalupe, cuando eras criatura” (237; énfasis mío). Los señores no participan de la actividad de la comunidad convirtiéndose en otros para el mundo de sentidos que habita la comunidad. Sin embargo, Santiago desea ser parte de ese mundo.
El fragmento menciona tres elementos que no hay que perder de vista: el corazón, el padre Arayá y la rabia. La actividad de la comunidad está dirigida por el poder del corazón, es decir, por el amor-mundo (que da título a este conjunto de relatos arguedianos). Asimismo, es el respeto a las huacas o wamanis, con quienes existe una relación de reciprocidad, el que opera en esta festividad. Por último, se hace énfasis en la necesidad de hacerlo sin rabia.
La importancia de lo lúdico, del juego en relación con el tema de la fecundidad-sexualidad, aparece cuando el mozo le dice a Santiago que si no puede participar en el ayla es porque su “pareja” no ha llegado y, sin su pareja, no podrá “jugar”. Sin embargo, en caso de que no llegase, el mozo dice que “¡al año entrante sembraré; haré cimiento! Mejor será, quizá, si no viene” (237-238). Luego de esto, la pareja del mozo, Felisa, llega y los dos se van al ayla: “[Ella] Lanzó un agudo grito, la primera nota del canto del ayla. Tomó de la mano al mozo, lo arrastró, y dejaron a Santiago a la orilla del pequeño río. Escalaron la cuesta danzando a la carrera” (238).
Durante el ayla, las diversas esferas de la realidad se encuentran interconectadas estéticamente, de allí que la experiencia sea descrita como “bonita”. El ayla es una experiencia sagrada y alegre construida por la comunidad. Tiene que ver con la necesidad de la fecundidad a nivel biológico y a nivel económico, es decir, el juego sexual entre las parejas aun no casadas se configura como una expresión mimética de la fecundidad de la tierra: en realidad, la unión de una pareja y su fecundidad no son sino un buen augurio para la fecundidad de la propia tierra que es el sustento de la vida de las comunidades andinas. Luego del análisis del relato arguediano, es posible enumerar las siguientes características del ayla:
- Las múltiples esferas de la realidad están interconectadas y colaboran entre sí; son distintas, pero funcionan dentro de un cosmos que está vivo.
- No es el hombre el que domina el mundo, sino que el hombre busca estar en buenos términos con los dioses que habitan y son el mundo; los dioses les ofrecen los recursos para sobrevivir y la comunidad les agradece.
- El espacio público es la naturaleza que los miembros de la comunidad habitan y transforman, y dentro de la cual todos los agentes del cosmos colaboran con su existencia.
- La direccionalidad de la praxis del ayla es el amor (expresado como sonqo, corazón) por un cosmos vivo que es base emocional, cultural y económica. De allí que el conjunto de cuentos arguedianos se titule Amor mundo.
- Se construye colaborativamente como estrategia de la alegría que desea comunicar y actualizar un deseo de justicia en primera persona colectiva; esta construcción es estética y está abierta a complejas hibridaciones que apuntan al disfrute de la experiencia festiva que no olvida.
La fiesta del ayla se configura, entonces, como forma alternativa a la memoria del dolor. ¿Cómo aplicar concretamente esta estrategia de la alegría? Piénsese en la posibilidad de organizar fiestas en universidades y centros culturales cuyos temas sean los múltiples recuerdos de los actores del conflicto armado interno; visibilizar colaboraciones insospechadas entre víctimas y agentes del Estado para salvarse de un enemigo en común; reconstruir espacios donde el vérselas con el pasado exista como empoderamiento de las múltiples memorias que los peruanos estamos construyendo diariamente. Las estrategias de la alegría nos ofrecen una insospechada posibilidad para imaginar espacios colectivos que el dolor puede invisibilizar y/o banalizar.
Uno de los rasgos de la fiesta andina, en tanto forma para vérselas con un pasado de violencia, es su persistencia en la historia peruana. Como afirma Gonzalo Portocarrero, en la Colonia, los extirpadores de idolatrías veían estas festividades como actos de desborde del deseo y del cuerpo que la religión cristiana y la política colonial debían controlar en su “lucha por una reforma de las costumbres y de la economía libidinal de los pueblos indígenas” (Portocarrero 2017: 93). Como en el caso del relato de Arguedas, las autoridades coloniales veían estos fenómenos con temor porque representaban una amenaza a sus valores y sus intenciones económico-políticas de control de la población indígena.
Sin embargo, y a pesar de todos los intentos del poder hegemónico por desaparecerla (desde las autoridades coloniales hasta la oligarquía criolla de los siglos xix y xx), la fiesta andina resistió hibridándose con diversos elementos culturales con los que coexistía. Esta plasticidad de la fiesta andina permitió su creativa y agónica persistencia.13 En otras palabras, la fiesta andina no es sólo una manifestación cultural que debe visibilizarse; es sobre todo una persistencia creativa, cargada de agencia cultural. Hasta el día de hoy, la fiesta andina, en su versión rural y/o urbana, sigue siendo vista por la comunidad letrada como un fenómeno que “hace visible” a la cultura andina, pero no como una agencia cultural y política capaz de producir diversas formas de hacer frente a la historia.
Para que esto sea posible es necesario aproximarse a la fiesta andina como una manifestación creativa y productiva, y no sólo como una que reproduce prácticas que históricamente han sido vistas como negativas por el poder hegemónico. Como afirma Portocarrero, “desde la época colonial el mundo criollo vio con horror a las fiestas andinas. La percepción ha ido cambiando: borracheras demoniacas, ignorancia embrutecedora, gastos improductivos que dificultan el progreso; pero la condena implícita no ha variado. Tampoco ha cambiado la continuidad del espíritu que nutre las fiestas” (2017: 100; énfasis mío).
Cuestionando la dicotomía freudiana de lo civilizado y lo primitivo que identifica al primero con el progreso racional y al segundo con aquello que está sometido al goce del cuerpo, a los instintos y, por tanto, condenado al atraso, Portocarrero considera que “tenemos que preguntarnos en qué medida las ideas de Freud son válidas fuera de Occidente, en especial en el mundo de los Andes. Quizá allí no serían tan vigentes. Todo indica que la defensa del orden y la ley no da lugar, en este mundo, a una represión excesiva, que se pueda convertir en una fuente de goce, en un fin en sí mismo, en una instancia sádica en nuestra interioridad” (100).
Es en este sentido que la fiesta andina y sus transformaciones, en tanto “representación simbólica de la misma sociedad que la crea, sociedad que proyecta en ella el drama de su propia construcción de la subjetividad” (ibid.), ofrece justamente la posibilidad de comprender y producir formas de vérselas con el pasado de violencia. Asimismo, “lo que en esas fiestas se proyecta es una situación que escapa del dilema freudiano de un orden sin goce, de un trabajo sin fiesta o, alternativamente, de un goce caótico y sin orden. Una fiesta sin trabajo” (ibid.) rompiendo así las fáciles dicotomías o binarios de la modernidad a la que se refería Freud.
Vale la pena, entonces, 1) preguntarse y analizar cómo la fiesta andina ha sido una forma a través de la cual la población andina (según el Informe final de la cvr, la más afectada por el conflicto armado interno) se las ha visto con su pasado y 2) reflexionar creativamente sobre sus potencialidades para afrontar hoy, como peruanos, un pasado de violencia.
Virus o el deseo como generador estético de espacios
Uno de los más grandes retos del Perú contemporáneo es reflexionar críticamente sobre los mecanismos retóricos que la cvr utilizó con el fin de buscar justicia para las personas afectadas por los abusos y delitos cometidos por el Estado y/o grupos terroristas. El reto, sin embargo, no debe detenerse en la reflexión crítica; esta debe ser el punto de partida de una intervención estético-política cuya meta sea imaginar y proponer estéticas posviolencia.
En la Argentina de los años ochenta surge un grupo de rock llamado Virus.14 Los miembros de esta banda son los hermanos Moura, cuya familia había sufrido la violencia de la dictadura militar.15 Marcelo Moura (1960), tecladista y corista de la banda, cuenta la dolorosa experiencia de perder al mayor de sus hermanos, Jorge, en 1977. Debido a la actividad política de éste, la policía llegó a la casa de los Moura para detenerlo y llevárselo:
Se acercó entonces el jefe y otra vez tomándome del brazo me llevó y me dijo: “Vení que vas a darle un beso a tu hermano”. Mientras transitaba por el pasillo rodeado de hombres armados se hizo un silencio que me heló la sangre y vi entonces entrar a Jorge por la puerta con absoluta tranquilidad hasta que me vio rodeado de gente armada y clavó su mirada en la mía. Podría escribir un libro entero acerca de todo lo que decía esa mirada. Sé que cuando uno muere, no se lleva nada, yo les puedo asegurar que aún después de muerto conservaré esa mirada. De atrás, un cobarde le dio un golpe con la culata del fusil y Jorge cayó al piso. El jefe, con una sonrisa diabólica, me dijo: “Ahí tenés el beso, mi amor”. Esa fue la última vez que vi al hombre más maravilloso que he conocido (Moura 2014: 45).
Virus (en la composición de cuyas letras colaboró Roberto Jacoby, sociólogo-artista) no se configuró como un grupo que se identificase como víctima, es decir, su existencia no se articuló en torno al dolor de la pérdida, sino al empoderamiento estético a través de lo que Jacoby llamó “estrategias de la alegría”; es a partir de ese posicionamiento que se erigieron como líderes culturales cuyo fin era la irrupción dentro de una atmósfera política cargada de sufrimiento y, en consecuencia, la interrupción de esa gigantesca metáfora del dolor posdictatorial. ¿Se habla de alegría en Perú?
Hasta ahora, en lo que Beatriz Sarlo ha llamado “espectacularización del dolor” (2005), las comisiones de la verdad, pienso específicamente en el caso peruano, han producido víctimas. Este último enunciado es polémico, ya que me parece útil hacer la diferencia entre existir como víctima y ser-producido como víctima. En el primer caso, se trata de una experiencia íntima y quizás incomunicable que se enmarca en un contexto de violencia por parte del Estado o de grupos dentro de éste (grupos terroristas, guerrillas, etc.).
En el segundo caso, se trata de la víctima como producto de un dispositivo retórico que norma las prácticas de aquellas personas que son víctimas circunscribiéndolas a una coreografía del dolor (las famosas audiencias públicas de víctimas llorando frente a un auditorio) con implicancias políticas y en relación con intereses económicos. Por ejemplo, el caso peruano tiene como problema —sentido así por algunos sectores de la población— el que la cvr fuera dirigida por la llamada izquierda limeña y universitaria asentada en la pucp.
La pregunta que vale la pena hacerse es si no es tiempo de pensar en las víctimas ya no (sólo) como reproductores de un dispositivo retórico, sino como agentes de transformación social, en un primer momento, y político en un momento ulterior y/o simultáneo, cuya estrategia no sea la del dolor sino la de la alegría de los líderes… de una banda de rock, por ejemplo. Retorno así al caso de Virus y de Roberto Jacoby para quien la banda, y su alegría, eran una intervención política.
Con respecto a la espectacularización del dolor, se puede aplicar la crítica que Jacoby hace del rock sinfónico: “por ejemplo, el segundo disco de Virus, que se llama Recrudece, invita directamente a dejar de estar sentado en los recitales, a bailar, o sea, a tomar conductas activas. Lo que predominaba en el rock hasta entonces era el tipo sinfónico, donde el público se sienta y escucha como a un predicador. Yo intenté cambiarlo de una forma deliberada” (2011: 175).
¿Es posible afirmar que la cvr hizo mucho énfasis en la espectacularización de un dolor sinfónico (que hemos escuchado como a un predicador) dejando de lado la potencia estética de la alegría? Nótese que Jacoby no utiliza un planteamiento binario: rock sinfónico-enemigo, Virus-amigo; por el contrario, Jacoby apela a algo más íntimo y universalizable: cuando le preguntan “¿la alegría siempre es buena?”; él responde: “siempre va a ser mejor que te sientas bien, que estés contento, que estés físicamente relajado a que estés paralizado, deprimido, melancolizado o simplemente amargado” (175).
Como afirma Gorrais, en Virus,
el trabajo colaborativo genera líneas de fuga que animan la actividad creadora y despliega heterogeneidades que, frente a la homogeneización de la dictadura, proyectan la fuerza de la potencialidad y de la acción: una producción colectiva sedienta de transformación y nuevas actualizaciones. Su vitalismo provoca la incomprensión de sectores de la sociedad que naturalizan los mecanismos de la censura y la represión, en conductas donde la obediencia rige los actos y la interdicción neutraliza eventuales deseos de cambio (2017: 16).
De este modo, Virus recuerda su pasado de violencia. El peligro es, justamente, que la necesidad de armar un relato comience a generar sus propios espacios de censura y represión. Por ejemplo, asumir que al hablar de y con una víctima, el dolor y el duelo son palabras permitidas mientras que la alegría y la fiesta son censuradas por una supuesta banalidad. En este sentido, se comprende la crítica de Jacoby del rock sinfónico que había impuesto ya formas correctas de habitar el espacio del recital: cuerpos sentados y en silencio.
Surge, entonces, la segunda pregunta crucial: ¿cuáles son las estrategias de la alegría necesarias para este nuevo entendimiento de las memorias peruanas? Para retomar el esquema tripartito que se describió líneas más arriba, la tercera canción del primer disco de Virus titulado Agujero interior, de 1983 (letra de Federico Moura y Roberto Jacoby, música del primero) afirma lo siguiente:
Hay que salir del agujero interior
Largar la piña en otra dirección
No hace falta ser un ser superior
Todo depende de la transpiración
Poner el cuerpo y el bocho en acción.
1) Este fragmento es elocuente en su claridad poética y muestra el primer momento de las estrategias de la alegría: la contención. El sujeto poético invita a salir de un espacio introspectivo sin fondo que podría aludir a: a) el dolor que las víctimas experimentaban luego de la dictadura, b) la culpa o la responsabilidad de los supervivientes frente a los desparecidos y/o c) el simulacro de libertad de una dictadura que controló obscenamente los medios de comunicación a través de una propaganda que favorecía sus fines. El “hay”, forma impersonal de la primera línea, es importante porque expresa que no se necesita un líder específico, un salvador, para actuar; por el contrario, la agencia de la voz está en que, emergiendo probablemente del mismo agujero del que dice que hay que salir, clama, a modo de festiva orden (análoga al “hay que bailar” que varios muchachos les dicen a otros en una fiesta), que debe buscarse una direccionalidad distinta a la de una introspección sufriente y/o culposa.
No se trata, nótese, de eliminar el agujero, sino de salir de él como quien descubre que quedarse allí ya no puede generar algo productivo. El agujero interior, así entendido, no es sino el infértil desierto del sufrimiento. La apertura y urgencia de comunicación del sujeto poético (¿colectivo?) se refuerza con el uso de un lenguaje marcadamente argentino si es que no porteño; se dirige a quienes escuchan la canción no sólo en su idioma (acostumbrados al rock y otros géneros en inglés) sino en su registro (juvenil, informal, fresco, relajado). La agencia del yo poético, entonces, cambia de dirección. Esta agencia se representa como una “piña”, es decir, como un puñete aludiendo a la necesidad de dejar de golpear a otros para imponer un mensaje (el Estado), pero también dejar de golpearse el pecho (las víctimas reducidas a seres sufrientes).
La direccionalidad del golpe será, desde ahora, la del propio cuerpo bailando en una fiesta, un cuerpo que desborda el orden de cualquier comisión materializando abiertamente sus deseos de alegría y de justicia. La corporalización de la alegría que propone esta canción opera en dos frentes: por un lado, democratiza la acción, ya que en el baile rockero todos participan sin tener necesidad de “ser un ser superior” en cualquier término (político, intelectual, económico, ni siquiera estético), ya que no se necesita “saber bailar rock”; de hecho, esta afirmación es una contradicción en términos porque es la intensidad del cuerpo, y no un saber previo, el que genera el baile; todo depende, en consecuencia, de la intensidad con la que se baile y todo joven que alguna vez ha bailado rock reconoce esta experiencia.
En la siguiente línea, el yo poético se encarga de decir que no se trata sólo de activar el cuerpo, sino también la cabeza, el “bocho”: la agencia de Virus habita, en este sentido, en la articulación entre materialidad y las dinámicas formas que pueda tomar; se trata del ámbito de la estética.
A la vida hay que hacerle el amor
Sin drama como por invasión
Jugar con la imaginación
Sin tener que pedir perdón.
Esta canción ofrece a quien la experimenta (cantándola, bailándola o del modo que más le plazca) una contención frente al dolor posdictatorial, una contención que desea viralizar un modo “invasivo” de empoderarse a través de la producción de una estética; lejos de los “dramas” que el dolor sin contención puede producir, el sujeto poético materializa su agencia irrumpiendo y viralizándose en un espacio que había sido hasta ese momento monopolizado por la disciplina de la dictadura (o del rock sinfónico). Frente a la obsesión por el orden, el juego aparece como alternativa; un juego, sin embargo, que no debe entenderse como el rechazo de todo orden, sino como el llamado a reconstruir un orden distinto personal y colectivamente, como personas y como sociedad, un llamado a no temer al error, un llamado a equivocarse jugando, sin culpas y con un intenso deseo de reconstruirse, de volverse a hacer.
2) El segundo momento de las estrategias de la alegría, el de la reconstrucción, se materializa en el encuentro de los cuerpos en un espacio construido colaborativamente: una fiesta. En la canción “Sentirse bien” del álbum Relax (1984, con letra y música de Federico Moura), el yo poético afirma la necesidad de generar las condiciones físicas óptimas para el trabajo del cerebro, para quitarle la tensión; nuevamente el impersonal “hay” reaparece. A continuación, se declara el beneficio intersubjetivo de tener la mente y el cuerpo relajados para disfrutar del espacio de la fiesta (donde es posible recordar), ya que, si los cuerpos reunidos están relajados, se generará una atmósfera cómoda para los participantes, que estarán agradecidos.
El uso que la voz poética hace de la segunda persona favorece la familiaridad en la comunicación. La agencia de la voz se expresa en su conocer previo de lo que experimentan aquellos a quienes se dirige (probablemente, porque ya lo ha vivido). La orden de un “ellos” disciplinario de permanecer en el agujero de la culpa confunde a los sujetos incapacitándolos para la acción. Frente a esta orden, es el voluntario deber de no permanecer en la culpa el que se materializa como activa defensa de un equilibrio existencial que sólo es posible si el cuerpo puede expresar sus deseos libremente.
El cerebro hay que masajear.
El placer genuino servirá.
Después de todo, no es tan malo
Sentirse bien.
Te lo agradecerán los demás.
Ya sé, te quieren presionar.
Las culpas te confunden más.
No debes permitirlo.
No rompas tu equilibrio.
Defiende siempre bien tu lugar.
Tus sensaciones dicen más.
Son espontáneas de verdad.
No las ahogues con frustración.
Son tu presente.
Tu color.
El segundo momento de la reconstrucción colaborativa y colectiva es el de la autoconfianza16 en el lenguaje del cuerpo (incluido el ya masajeado cerebro) debido a su espontaneidad: lejos de ser un aparato retórico letrado, las formas de expresión del cuerpo muestran abiertamente lo que experimentan, sea lo que sientan placentero y/o doloroso. La reconstrucción que propone Virus, en este sentido, no rechaza la palabra (con la cual componen las letras de sus canciones), sino que visibiliza la importancia de volver la mirada y la atención a otros lenguajes no letrados y más democráticos donde todos los individuos, de la fiesta en este caso, están llamados a participar con las herramientas que tengan para que la fiesta sea placentera, erótica.
Luego de un periodo cuya burocracia ciega y sorda era el correlato retórico de un política de Estado igual de ciega y sorda a la diferencia, “el sentirse bien” desea promover formas comunicativas que el aparato retórico del Estado (y de la academia cuando ésta se centra sólo en el análisis del discurso) no es capaz de experimentar y/o comprender, ya que carece del amor-mundo del que hablara Arguedas: amor con el que se entra a la fiesta del ayla en la comunidad andina o a los locales rockeros en el Buenos Aires de los años ochenta. La espontaneidad del cuerpo, entonces, no debe ser invisibilizada por la frustración que el dolor y la culpa pueda generar en los sujetos. La autorreconstrucción colaborativa que se disfruta se convierte así en el presente estético de los jóvenes argentinos cuyos colores no son sino las formas con las que buscan proponer un futuro no sólo para ellos, sino también para sus amigos y para su sociedad.
3) El momento de empoderamiento se produce cuando los agentes, habiendo salido del agujero interior y sabiéndose poseedores de un cuerpo agente y un deseo urgente, deciden reconstruir(se) espacios personal y colectivamente. La canción “Superficies de placer” (del álbum homónimo de 1987; letra de Federico Moura y Roberto Jacoby; música de Julio Moura) expresa el empoderamiento de un agente que desea entrar en comunicación con otro. Nótese que los cuerpos no están claramente sexuados, ya que pronombres que aludan a “lo masculino” y/o “lo femenino” no aparecen. Se trata, entonces, de aproximarse a otra persona apasionadamente con los elementos que el arte y la tecnología (como productoras de una estética) les ofrecen a los individuos.
La estética como forma comunicativa estructura la composición, ya que el contacto y la aproximación a otra persona no busca una autenticidad esencial (como en un régimen autoritario), sino el placer de encontrarse con y comprender las dinámicas superficies del cuerpo que se desea conocer. La “timidez” de la voz poética (su dificultad de acercarse a otro) se empodera gracias a la mirada estética que lo hace productor de esas superficies; todo este proceso, además, ocurre en un espacio alegre y distendido: las vacaciones.
Toda mi pasión se elevará
viéndote actuar
tan sugerente.
Lejos de sufrir mi soledad,
uso mi flash,
capto impresiones.
Me adueño así,
superficies de placer.
Dejo crecer
mi tremenda timidez.
Gozo entregándote al sol,
dándote un rol
ambivalente.
Puedo espiar sin discreción
como un voyeur en vacaciones.
“Encuentro en el río musical” (Superficies de placer, 1987; letra de Eduardo Costa y Federico Moura; música de este último) es la composición que resume más clara y enigmáticamente las estrategias de la alegría promovidas por Virus. Téngase en cuenta que es el último álbum antes de la muerte de Federico Moura, lo que marca así la etapa más compleja y desarrollada del grupo. El estado del cuerpo, nuevamente, es de relajación y alegría; pero lo interesante es que se hace énfasis en la construcción de una comunidad a través del arte. El pronombre “nosotros” aparece abriendo toda una constelación de sentidos culturales y/o políticos cuya posibilidad se encuentra en el fenómeno erótico por excelencia, el amor. Se trata del paso del “hay”, como impersonal invitación, al concreto “nosotros” de la acción.
La canción narra el nacimiento de una pasión incierta que presiente/imagina al ser a quien quiere conocer. Las constelaciones de sentido de la canción articulan elementos materiales y no materiales cuestionando y destruyendo las distinciones entre lo físico y lo intelectual. El ideal, la utopía, sólo puede surgir de un cuerpo apasionado, pero, al mismo tiempo, relajado. El deseo comunicativo del sujeto poético se expresa como una prolongación de un “sonido azul”, es decir, de un lenguaje cuyo cromatismo alude al espacio del ideal del que se hablaba más arriba y que no es posible sin la experiencia sensorial, estética y tecnológica; el sujeto poético, entonces, busca a la persona que ha presentido a través de unos parlantes.
De todo nos salvará este amor,
hasta del mal que haya en el placer.
Prolongaré mi sonido azul,
por los parlantes te iré a buscar.
Descifrarás todos los enigmas
que deje el río al pasar.
Collar de peligros desarmaré,
en el desierto sus cuentas caerán.
El río musical,
bañando tu atención,
generó un lugar
para encontrarnos.17
La distancia comunicativa entre los seres que desean se salva a través de enigmas. En realidad, la comunicación se logra gracias a la potencia metafórica del arte. El miedo que produce este tipo de comunicación es contrarrestado por la pasión que, como una bomba de deseo, apunta a tantas direcciones como sentidos despliega una metáfora. El deseo de comunicación no se detiene, entonces, en la dificultad, sino que se nutre de ella, de allí que el sujeto poético rompa la sintaxis poética, simbolizada por un collar, porque ese tipo de lenguaje prestigioso y reconocido ya no funciona para alimentar el deseo; de hecho, las seguridades son ahora peligrosas para la experiencia de este amor que los amantes buscan.
El acto de violencia estética —el shock del arte vanguardista de Walter Benjamin o la defamiliarización de Shklovsky (1965)— que el sujeto poético lleva a cabo se expresa como ruptura de un objeto de prestigio sintáctico cuyas cuentas se arrojan en un espacio estéril donde no existe la producción. A salvo de la esterilidad que significa el no querer arriesgarse, el mensaje se materializa como un “río musical”, producto gozoso de los amantes. Es la estética, en este caso musical, la que produce un espacio de encuentro a todo nivel: personal y colectivo, dos amantes y una fiesta, pero también político, una ciudad y un país.
La sección más sugerente de la composición establece una diferencia entre el placer y el amor; es probable que el amor sea justamente esa forma de acercase de los amantes capaz de construir un espacio común. El amor, en este sentido, es creativo mientras que el elemento estéril del placer no sería sino la incapacidad, voluntaria o no, de experimentar esta forma de amor viral. Como se ve, la poética de Virus, de modo análogo al del ayla andino, es un ejemplo concreto y latinoamericano de las estrategias de la alegría que en este ensayo se han esquematizado de modo tripartito (contención, reconstrucción y empoderamiento).
Cuando Jacoby caracteriza las “estrategias de la alegría”, lo hace a partir de dos fenómenos sociales tradicionalmente no asociados con el pensamiento crítico: lo frívolo y lo superficial. Para el sociólogo, las estrategias de la alegría (lejos de marcos esencialistas, elitistas y/o intelectuales) apelan a una experiencia más íntima:
Todo lo que en general se considera frívolo. Esta charla por ejemplo es estrategia de la alegría, el poder juntarse una cantidad de gente a tomar vino, a pensar, a charlar. […] Es sencillamente pensar que dentro de estos cinco mil o seis mil millones de personas que están viviendo en tremendas catástrofes en cualquier lugar, completamente desmoralizadas porque no hay ninguna esperanza, porque el socialismo demuestra lo que es, y al capitalismo ya lo conocemos; entonces, ¿qué queda? Que el uno por millón de la gente que tenga ganas de hacer algo diferente y que tenga posibilidades materiales de hacerlo, trate de hacerlo (2011: 173).
Asimismo, Jacoby recuerda que, en un principio, se consideraba a Virus como un grupo “superficial”; sin embargo, lo superficial o, mejor aún, las superficies tienen una potencia estético-política; piénsese, por ejemplo, en el vestuario del grupo como estrategia de la alegría. ¿Por qué los intelectuales jóvenes no podemos diseñar nuestros vestuarios, nuestras superficies de placer, capaces de atraer, seducir, a la población?
Conclusiones y perspectivas
Para Arguedas, el ayla es una festividad capaz de articular productivamente la alegría y los deseos de justicia de la comunidad andina a través de la construcción colaborativa de un espacio. Por su parte, los integrantes de Virus, en lugar de erigirse como víctimas y representar con sus cuerpos diversas coreografías del dolor, decidieron promover en los más jóvenes la alegría del cuerpo y sus superficies como espacios de resistencia. Frente al derrumbe, Arguedas y Virus no se asumieron como víctimas, sino como agentes de transformación cultural a través de la seducción estética. En el contexto peruano, ciertos actores favorables a la cvr han promovido e impulsado una memoria con pretensiones de ser nacional (hecho que está lejos de ser real) y, además, han usado un aparato retórico del dolor que parece impedir el empoderamiento de los peruanos, al enfocarse sobre todo en la búsqueda de culpables.
La limitación de la cvr, intento necesario pero insuficiente de lo que sucedió en el Perú desde los años ochenta hasta la caída de pcp-Sendero Luminoso es su sesgo ideológico (mayoría de comisionados con vinculación a cierto sector de la izquierda peruana),18 la inmovilidad de sus formas (testimonio y audiencia pública) y el poder hegemónico de su lugar de enunciación (la pucp). Asimismo, esto es sentido así por diversos sectores de la población. Lamentablemente, un diálogo abierto y (auto)crítico sobre la cvr aún no se ha iniciado en el país; lejos de esto, la polarización sociopolítica ha impedido este urgente debate. En lo que a aparatos retóricos se refiere, la cvr y la memoria nacional que ha querido construir se sustenta en el necesario duelo por las víctimas que, lamentablemente, no ha hecho sino legitimar el dolor como modo preferido de “hacer memoria”.
Asimismo, existe una brecha no problematizada entre los estudios sobre la memoria y el testimonio, por un lado, y las formas en que los múltiples actores de la sociedad se las ven con sus pasados. Las limitaciones del Informe final de la cvr se ven agravadas por la imposibilidad de una autocrítica radical y una invitación clara a aquellos sectores de la sociedad que no ven en ella un documento de reconciliación nacional sino de intereses específicos. Espacios colectivos como el ayla o el concierto de rock deben pensarse como posibilidades concretas y populares de reconectar academia y sociedad civil. Es por esta razón que apuestas por la alegría no deben descartarse in toto como frívolas o superficiales debido a su ilegibilidad, es decir, a su carácter transgresor y difícil de definir.
Esta actitud fue experimentada por el grupo Virus debido a que los críticos de rock consideraban la propuesta “inentendible o no ajustable a los modos de leer las estéticas del rock de esos años” (Gorrais 2017: 2). Asimismo, se debe evitar abordar las estrategias de la alegría desde el rechazo o la banalización, ya que conduce a “ignorarlo, atacarlo, no escucharlo, volviéndolo ilegible por el desprecio” (2). Los participantes del ayla son víctimas de una historia de abuso, desprecio y violencia, los miembros de la banda argentina son víctimas de un gobierno dictatorial y genocida, que detuvo y asesinó cruelmente a su hermano mayor: ambos han construido espacios colaborativos a través de los cuales dieron forma productiva a su dolor sin olvidarlo. En lugar de inmovilizarse, generaron formas capaces de relativizar la palabra de la memoria (que busca armar el relato) y promover el empoderamiento comunitario a través de una expresión estética que articula voz, cuerpo, canto y danza.
Frente a la intención de la memoria oficial de armar el relato, el ayla y el concierto de rock generan espacios para recordar que “escapan a una hermenéutica cerrada, abriendo el juego a lo potencial, a la inacabada tarea de leer y dar sentido a la escritura, como experiencia no dominable y apelación al otro” (2017: 25). En este sentido la memoria, entendida como relato oficial, puede sin quererlo reproducir las prácticas autorita-
rias del pasado al instaurar lugares intocables (por ejemplo, la verdad de la víctima, el museo de la memoria, etc.) que no pueden ser criticados sin producir ataques que banalizan, invisibilizan o simplemente ignoran las voces que se oponen a esta memoria.
Esto es particularmente grave en una realidad social como la peruana que adolece de un alto grado de polarización política19 que toma la forma del anti: antifujimorismo, antizquierdismo, antizquierda caviar, antiglesia, etc. Estos espacios colaborativos, en cambio, escapan (entre otras cosas porque no son considerados por la academia como posibilidades de empoderamiento ciudadano) al poder, ya que reivindican “el movimiento de apertura hacia la exterioridad y la afirmación del errar” (15). Los conciertos de Virus, así como las fiestas del ayla, no tienen como fin “hacer un objeto finito, sino algo que garantice su renovación, bajo la forma de lo por venir, pues encontrarlo sería aniquilar el deseo” (15).
Finalmente, en términos metodológicos, acercamientos a espacios como el ayla andino y los conciertos de rock requieren no sólo análisis discursivos centrados en lo que se dice en primera persona, sino en cómo se canta y cómo se baila lo que se dice individual y colectivamente. En Perú, el aparato teórico discursivo aún no ha abordado de modo suficiente el estudio de los bailes y los cantos, de las fiestas y la alegría, como estrategias válidas y productivas de vérselas con el recuerdo de la violencia. De allí que, sobre el recuerdo, pueda decirse algo análogo a lo que se dice sobre el estudio del rock argentino: “en la gran mayoría de los trabajos analizados se hace mayor hincapié en elementos no musicales, como los aspectos de orden social, lingüístico, político y económico” (Favoretto 2014: 185). Es por eso que espacios como el ayla y el concierto requieren un abordaje inter y transdiciplinario que puedan dar cuenta de fenómenos tan complejos. Abordajes en los cuales los participantes deben tener voz directa y no solamente mediada.
El dolor ha sido la directriz de la memoria peruana oficial (recuérdese la última exposición sobre el conflicto armado interno cuyo título era “Esquirlas del odio”; la muestra ofrece al espectador el dolor del conflicto sin proponer una contención, de allí que el dolor, y el odio que éste puede causar, parecen ser los límites de la memoria que se quiere construir, ya que la gente de a pie no concuerda necesariamente con esta memoria). La memoria oficial, irradiada desde la cvr, al promover la dicotomía víctima/victimario (labor necesaria), ha enfatizado el dolor como estructurante de la memoria; lo que espacios como el ayla y el concierto de rock buscan es activar la memoria con el recuerdo de la alegría como posibilidad pragmática de iniciativas de empoderamiento ciudadano.
Las experiencias de Arguedas y del grupo Virus son vitales para extender y/o reformular el campo de acción de las políticas posviolencia: mientras que la memoria del dolor buscar imponer(nos) coreografías que disciplinen las formas de nuestros recuerdos (se produce una colectivización mnemotécnica con base en el dolor), la alegría genera formas de recuerdo personal y cooperativo cuya irruptora espontaneidad las hace blancos difíciles para cualquier proyecto de memoria que quiera subsumirlas: el recuerdo de la alegría o la alegría del recuerdo se configura como una poderosa forma de empoderamiento que visibiliza las múltiples maneras de recordar un periodo de violencia como un inacabable, pero concreto, work in progress.
Culmino estas reflexiones refiriéndome nuevamente a la publicación que critiqué al inicio: Dando cuenta: estudios sobre el testimonio de la violencia política en el Perú (1980-2000). Dicen las editoras que debemos aproximarnos a “una memoria que recuerde no un pasado dejado atrás sino un pasado que habitamos ahora y en el que, sin la certeza de una verdad ilustrada, debemos trabajar atentos a la infinidad de matices con los que las catástrofes de la historia se hacen presentes” (Denegri e Hibbett 2016: 31). En ese sentido, la alegría y sus estrategias no son sino uno de esos infinitos matices que, reivindicando las potencias del cuerpo en comunidad (fiestas andinas y/o rockeras), no desean ser solamente “verdad ilustrada”, sino posibilidades concretas y funcionales para que los peruanos podamos afrontar creativamente nuestro pasado de violencia.
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1 Universidad de Harvard (jsuarez@fas.harvard.edu).
2 Al revisar las bibliografías de los artículos reunidos, se revelan las lecturas que los autores comparten: Agamben, Butler, Lacan, Zizek, entre otros. La pregunta, entonces, es la siguiente: teniendo en cuenta que se trata de una publicación colectiva y sobre un tema tan complejo, ¿por qué no se hizo una convocatoria o, por lo menos, no se intentó que el abordaje teórico sobre el testimonio sea más diverso, plural? Si bien la publicación hace interesantes y reveladores análisis de diversos testimonios, la crítica que este artículo intenta esbozar se dirige a la metodología con la cual la academia se ha acercado no sólo al testimonio sino también a las víctimas.
3 La aclaración es necesaria, ya que mi crítica se dirige a las investigaciones de la academia, sobre todo limeña, y no a los proyectos independientes de base local que, a lo largo y ancho de Perú, trabajan incesantemente para recordar productivamente la violencia y empoderar a sus víctimas.
4 Beatriz Sarlo, crítica de lo que llama el giro subjetivo del testimonio, denomina esta estrategia como espectacularización del dolor.
5 En este sentido, como afirma Beatriz Sarlo, un museo de la memoria “debería incorporar un balance de ese pasado violento, pero todavía no es tiempo de hacer ese balance” (Costa 2005). Primero habría que hacer una “reconstrucción arqueológica de algún centro de detención, pero no armaría nada más hacia atrás, porque todavía es un debate abierto, en el que todas las posiciones deberían trabajarse polémicamente para ver si es posible articular una síntesis. Lo mejor sería prolongar ese debate. Ideológicamente, políticamente, históricamente y estéticamente”. Y lo que es más importante aún es que “el Estado no puede intervenir armando el relato” (2005). Ambas propuestas no han sido tomadas en cuenta en Perú.
6 Lamentablemente, las formas del olvido y las políticas que de ellas se desprenden no han sido parte del debate postconflicto en Perú; sobre la fenomenología del olvido, véase Roediger 1980 y Connerton 2008. Mención aparte merece el seminal volumen Oblio (2016), editado por Walter Procaccio, que reúne un conjunto de ensayos que, desde una perspectiva que articula filosofía, psicología y psicoanálisis, ofrece sugerentes lecturas sobre cómo abordar el fenómeno del olvido; para este artículo han sido importantes los ensayos de Cimatti 2016 y Vizzardelli 2016.
7 El conflicto armado interno del Perú fue un periodo ocurrido entre 1980 y 2000 durante el cual grupos subversivos establecidos en el centro y sur del país buscaban derrocar al gobierno peruano y establecer un gobierno bajo la doctrina comunista. Esta época es considerada la más brutal de la historia peruana por el número de víctimas. Según la estimación de la cvr, cerca de 70 000 personas habrían fallecido en el fuego cruzado entre los subversivos y las fuerzas del Estado; la mayoría de estas víctimas fueron campesinos, personas humildes, mendigos; también fueron perseguidas minorías étnicas, religiosas y sexuales o personas de acuerdo a su condición social o económica. La noción de “conflicto armado interno” para describir la violencia política en Perú ha generado polémica, ya que se ha dicho que invisibiliza los actos terroristas durante este periodo. Sin embargo, afirmar “que nuestro país vivió un conflicto armado interno no resulta falso ni despectivo, como tampoco lo es el afirmar que en dicho conflicto se cometieron actos de terrorismo. Es más, ambos términos no resultan excluyentes” (Bregaglio 2013).
8 “La ‘memoria non dichiarativa’ sembra essere independente da quella ‘dichiarativa’. In questo senso la memoria ‘non dichiarativa’ è una memoria corporea. La memoria di cui si occupa la psicoanalisi, almeno in prima battuta, è invece la memoria ‘dichiarativa’. La prima è largamente inconscia, la seconda è conscia o potenzialmente conscia” (Climatti 2016: 20).
9 “Es la memoria ‘no declarativa’, implícita y corpórea, que compartimos con el resto del mundo viviente” (Cimatti 2016: 31; traducción mía); es, justamente, este hecho el que cuestiona el poder del ego y sus discursos, y abre la posibilidad de acceder a una realidad viva, llena de sentido (como la de una fiesta).
10 “Il buon oblio porta allora a una inedita pienezza del corpo, arrichita dalle ‘trace mnestique’ (memoria non dichiarativa) ma non appesantita dai ricordi (memoria dichiarativa)”.
11 Conjunto de relatos aparecido, originalmente, en 1967. En el presente artículo, las citas provienen de las Obras completas, de José María Arguedas, publicadas en 1983.
12 Piénsese cómo el ayla reactualiza mitos presentes en un texto como el Manuscrito de Huarochirí; para ver cómo Arguedas utiliza el Manuscrito para escribir el relato, véase Calero del Mar 2006.
13 En “Municipio y cultura I”, Arguedas da cuenta de la transformación de las fiestas de los migrantes andinos en la ciudad. Lejos de olvidar sus tradiciones, el nuevo contexto urbano exigía de los migrantes (para no perder su identidad en un contexto desconocido) la reconstrucción de sus tradiciones. El autor de Todas las sangres, consideraba que la función de las instituciones (por ejemplo, de una Casa de la Cultura) debía ser no sólo la visibilización de las prácticas de los migrantes en la ciudad, sino activarlas de modo tal que se despierten sus “posibilidades creadoras” (Arguedas 2012: 540). Para un análisis sobre la labor de una Casa de la Cultura en relación con estas nuevas instituciones, véase Suárez 2018: 80-81.
14 Para una historia testimonial del grupo, véase el testimonio de Marcelo Moura (2014), hermano de uno de los desaparecidos por la dictadura.
15 La última dictadura cívico-militar, denominada como Proceso de Reorganización Nacional, gobernó la Argentina desde el golpe de Estado del 24 de marzo de 1976, que derrocó al gobierno constitucional de la presidenta María Estela Martínez de Perón, hasta el 10 de diciembre de 1983, día de asunción del gobierno elegido mediante sufragio de Raúl Alfonsín (ucr). El poder fue ocupado por una junta militar integrada por los comandantes de las tres Fuerzas Armadas, sucediéndose cuatro juntas militares en el periodo. El proceso se caracterizó por el terrorismo de Estado, la constante violación de los derechos humanos, la desaparición y muerte de miles de personas, la apropiación sistemática de recién nacidos y otros crímenes de lesa humanidad. Un largo derrotero judicial y político ha permitido condenar a parte de los responsables en juicios que aún continúan su curso.
16 Sobre la noción de autoconfianza en la poesía, véase Bloom 1975, o la traducción de Suárez 2016.
17 En el videoclip, el último de la banda antes de la muerte de Federico Moura, la traducción audiovisual de la letra de la canción complejiza su sentido; piénsese, por ejemplo, en la escenografía azul y en los primeros planos de los parlantes.
18 Piénsese, por ejemplo, en la carta que el teniente general Luis Arias Graziani, comisionado de la cvr, le dirige al presidente de la Comisión, indicando que, como miembro de las Fuerzas Armadas, firmará el Informe final, “bajo reserva”. Es un acierto la inclusión de esta carta al final del Tomo VIII del Informe; sin embargo, debido a la polarización política, los argumentos de los sectores de las ff.aa., que no niegan la importancia de la cvr no han sido suficientemente visibilizadas, analizadas y problematizadas.
19 De hecho, a partir de la caída del corrupto régimen autoritario de Alberto Fujimori en 2000, la polarización política y social no ha dejado de intensificarse, llevando al Perú a un grado de ingobernabilidad que ha tenido como corolario el descubrimiento de la corrupción política de todos los gobiernos posfujimoristas (caso Odebrecht) y el lamentable indulto del líder histórico del fujimorismo.
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