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Robert T. Conn. Bolivar’s After Life in the Americas. Biography, Ideology, and the Public Sphere. Londres: Palgrave Macmillan, 2020.

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En las líneas finales de su célebre novela El General en su Laberinto (1989), Gabriel García Márquez (1927-2014) relataba los últimos días de Simón Bolívar como un proceso de decadencia, dominado por el desengaño y la desilusión, que concurría con la historia de América Latina. La muerte del general, la tarde del 17 de diciembre de 1830, presagiaba el fin de la utopía vislumbrada por uno de los miembros del primer republicanismo americano: “los últimos fulgores de la vida que nunca más, por los siglos de los siglos, volvería a repetirse” también marcaban el final de la Gran Colombia y del sueño bolivariano. La potencia narrativa de aquellas páginas hizó imaginar a un buen número de lectores interesados en la vida de Bolívar, y en la historia de la independencia sudamericana, que el protagonista de la novela podría ser el fiel reflejo de una historia fallida encarnada en el héroe caraqueño inspirador del sentimiento de integración continental. Sin embargo, el personaje ficticio que sirve a Márquez para repensar la utopía de la unidad latinoamericana, en clave antimperialista, es una representación del Libertador entre una multitud de recreaciones elaboradas desde 1830 hasta el presente, que trascienden el ámbito de la literatura. La eficacia que hasta hoy ha tenido el relato de Márquez para proyectar un anhelo por medio de la figura de Bolívar es un punto de partida para preguntarnos cómo y por qué conocemos a Bolívar, por qué es importante el lugar de enunciación de sus intérpretes y por qué conocemos ciertas acciones, batallas, textos, momentos y no otros. Las respuestas a estas interrogantes han sido buscadas por Robert T. Conn en Bolívar’s After Life in the Americas. Biography, Ideology, and the Public Sphere, a partir de la indagación de los usos de la figura de Bolívar que una diversidad de actores, dentro y fuera de Venezuela, ha emprendido tras la muerte del Libertador.

Bolívar’s After Life tiene dos grandes virtudes que a mi juicio lo hacen un trabajo novedoso y por tanto atractivo para los latinoamericanistas. En primer lugar, el estudio logra trascender los contornos analíticos del Estado nacional para trazar una historia transfronteriza de la tradición bolivariana al tomar como referencia las historias cruzadas de nueve países: Venezuela, Bolivia, Ecuador, Perú, Colombia, Cuba, Argentina, México y Estados Unidos, con un enfoque interdisciplinario, en donde dialogan la historia literaria, la historia política y la historia intelectual. Asimismo, Robert T. Conn ha llevado a cabo un esfuerzo admirable de recopilación e interpretación de los archivos bolivarianos alojados en buena parte del continente americano y en algunas instituciones europeas con el fin de reconstruir la historia y el mapa de las versiones del Libertador elaboradas en estos países. En segundo lugar, la lectura sobre esta tradición por parte de Conn destaca su pluralidad y sus discontinuidades, de acuerdo con la situacionalidad de los líderes militares, historiadores, sociólogos, filósofos, escritores, artistas, diplomáticos, líderes políticos y jefes de Estado que evocaron, y siguen evocando, el pasado bolivariano. Por ello, a lo largo del libro nos encontraremos con tradiciones múltiples, a veces complementarias, pero en su mayoría contrastantes, de acuerdo con las causas políticas, sociales, económicas o culturales ponderadas: la consolidación de la autoridad de las elites blancas sobre una población multiétnica; la crítica a esas elites y la defensa de los sectores subalternos; el establecimiento del liberalismo, o la imposición de regímenes autoritarios. Asimismo, el carácter transfronterizo del libro se advierte en el seguimiento de intelectuales y políticos peregrinos o exiliados que han contribuido a consolidar, recrear y transmitir distintas visiones sobre el Libertador, como José Martí, Felipe Larrazábal, Pablo Neruda, Rufino Blanco Fombona, Ángel Rama, Vicente Lecuna, Rómulo Betancourt, Mariano Picón Salas y Víctor Andrés Belaúnde, entre otros. De ahí que el estudio en cuestión no se concentre solamente en las tradiciones bolivarianas surgidas desde el Estado, sino en una multitud de actores que han apoyado esas tradiciones o que se han opuesto a ellas.

Para abarcar un territorio tan vasto y complejo, el libro cuenta con una estructura en tres partes que resulta muy eficiente para desmenuzar la diversidad de representaciones y tradiciones bolivarianas. En la primera de ellas, que va del capítulo 3 al 8, se muestran las recreaciones de Bolívar localizadas en suelo venezolano, desde el siglo xix hasta el xxi, lo cual sirve de hilo conductor para establecer las coincidencias y los desencuentros que se suscitaron en otras zonas de América con respecto de la tradición venezolana. Esta historia comienza en el siglo xix con las gestiones del presidente Juan José Flores (1800-1864) para repatriar los restos de Bolívar ubicados en Santa Marta (Nueva Granada) en un intento por asociar a la nación apenas constituida, e independizada de la Gran Colombia en 1830, con la imagen del Libertador, acto que se consumó en 1842. Enseguida se nos presenta la construcción romántico-liberal de Bolívar emprendida por el abogado, compositor e intelectual público caraqueño, Felipe Larrazábal (1816-1873), en su obra La vida y correspondencia general del libertador Simón Bolívar (1865). En ella, Larrazábal delineaba, a partir de una lectura intimista de las cartas del Libertador, el perfil de un héroe virtuoso, ilustrado y compasivo, que llevó consigo las tradiciones helénicas y romanas para guiar el perfeccionamiento moral del pueblo, lograr la abolición de la esclavitud y el establecimiento de un orden constitucional a través de sus escritos. El objetivo de Larrazábal era posicionar a Bolívar como un símbolo de orden y paz en medio de las disputas entre liberales y conservadores que tuvieron su momento más devastador en la guerra civil venezolana desatada entre 1859 y 1863. Con la obra del polígrafo caraqueño se iniciaba toda una tradición de recolección e interpretación de textos bolivarianos salidos de la pluma del Libertador y de sus contemporáneos y, por tanto, el ensanchamiento de la discusión pública en torno al legado de Bolívar. El siguiente episodio narrado por Conn es el inicio de la tradición oficialista que continúa vigente hasta la fecha, llevado a cabo por el presidente modernizador Antonio Guzmán Blanco (1829-1899), quien durante su gobierno autoritario (1870-1888) logró consolidar la asociación entre Estado nación, historia patria y la figura de Bolívar. Es en este periodo en que proliferaron las estatuas del Libertador dentro y fuera de su país, varias obras públicas recibieron su nombre, y la moneda nacional dejó de llamarse venezolano para convertirse en Bolívar.

Como contraste al culto venezolano, Robert T. Conn dedica el capítulo cuarto a la visión de José Martí (1853-1895), quien por medio de sus redes venezolanas tejidas durante su exilio neoyorquino entre 1880 y 1895, y su viaje a Venezuela en 1883, incursionó en la historia del país sudamericano y en las discusiones públicas transnacionales en torno a Bolívar. Aquí se destaca le voz disonante del intelectual cubano respecto del proyecto político de la Gran Colombia, que se constata en su discurso pronunciado en 1893 ante la Sociedad Literaria Hispanoamericana con motivo del 110 aniversario del natalicio de Bolívar. Para él, Bolívar no supo comprender el impulso revolucionario del pueblo mestizo, que se anunciaba desde las rebeliones populares americanas del siglo xviii, debido a su origen criollo, mantuano, y a su apego a la Ilustración europea. De acuerdo con Martí, en lugar de pretender la conformación de una entidad política irrealizable, el líder de Caracas debió permitir el curso natural del proceso de independencia que tenía que desembocar en la conformación de regiones autónomas y soberanas. Como señala Conn, la postura del libertador cubano era una expresión de su rechazo a las tendencias anexionistas durante el proceso de independencia de Cuba que estaba en curso. Por ello, el autor concluye que el concepto de “patria grande” enunciado por Martí en “Nuestra América”, en referencia a las afinidades culturales de América Latina, en ningún modo se asemeja al proyecto de una república unitaria defendido por Bolívar. No existe un ideario independentista común entre Martí y Bolívar, como fue tantas veces repetido por los antimperialismos del siglo xx.

En el capítulo quinto nos encontramos con el proyecto opuesto al liberalismo de Larrazábal y Guzmán Blanco. Me refiero a la lectura positivista autoritaria de José Gil Fortul (1861-1943) y Laureano Vallenilla Lanz (1870-1936), quienes desde las coordenadas epistemológicas de la sociología y la historia decimonónicas desestimaron el liberalismo criollo, principalmente su vertiente federalista, como una utopía ilustrada que no encajaba con la realidad de la sociedad venezolana, por la disputa entre caudillos locales que propiciaba y por la falta de preparación de las elites y el conjunto de la sociedad venezolana para gobernarse por medio de un sistema importado. En este sentido, en sus dos volúmenes titulados Historia constitucional de Venezuela (1907-1910) Gil Fortul revisitó la historia constitucional de su país para observar la eficacia de las cartas magnas a la hora de garantizar el orden y la “felicidad del pueblo”, considerando el modelo constitucional boliviano (1826) diseñado por el Libertador, con su propuesta de presidente vitalicio, como el más propicio para la Venezuela que iniciaba el siglo xx. Con ello, Gil Fortul estaba legitimando los cambios constitucionales llevados a cabo por Cipriano Castro (1858-1924) en 1901 y 1904 para socavar el sistema federal y subordinar a los poderes regionales. Por su parte, Vallenilla Lanz se esforzó en legitimar el régimen autoritario de Juan Vicente Gómez (1908-1935) al referir una patología social hispánica no superada incluso en el siglo xx. Dicha patología tenía que ver con la tendencia a la fragmentación propiciada por las exigencias de soberanía por parte de los poderes locales y municipales, que hundía sus raíces en el gobierno colonial. Por ello, la incorporación del federalismo que comenzó con la Constitución de 1811 estaba condenada al fracaso. Lo importante para el positivista venezolano era garantizar el “orden social”, para lo cual se requería de la conducción de un caudillo admirado y seguido irracionalmente por el pueblo, como lo expuso en su Cesarismo democrático (1919). Por ello, Vallenilla Lanz admiró las críticas de Bolívar al federalismo y su opinión realista de una sociedad hispanoamericana tendente al desorden y a la fragmentación expuesta en el manifiesto de Cartagena (1812) y en su proyecto de Constitución para Bolivia (1826).

En los dos capítulos siguientes, Robert T. Conn se detiene en el resurgimiento de una tradición liberal de las elites blancas que tomaron el lugar hegemónico ocupado por Gil Fortul y Vallenilla Lanz durante los gobiernos de Castro y Gómez. Primero conocemos el trabajo intelectual del opositor al régimen de Gómez, Rufino Blanco Fombona (1874-1944) quien, desde su exilio europeo (en París y Madrid) revivió la imagen de un Bolívar portador de los valores occidentales del republicanismo y la democracia, a través de su Editorial América, sello bajo el cual se publicaron textos bolivarianos escritos por él y otros autores. Al mismo tiempo, Blanco Fombona se encargó de construir la idea de una cultura hispánica común, clásica y liberal, entre América Latina y España, como una barrera simbólica frente al dominio hemisférico de los Estados Unidos. En contraste con sus adversarios positivistas, Blanco Fombona no adjudicó la violencia y las guerras civiles venezolanas a la patología de las elites criollas, sino a la falta de educación de las masas rurales, compuestas por indígenas, mestizos y afrodescendientes, para asimilar un orden constitucional y democrático. En este sentido, Conn advierte que en su libro dedicado a la juventud del Libertador, Mocedades de Bolívar (1942), Fombona utilizó su personaje como una representación de sí mismo y de la elite blanca a la que él pertenecía para resaltar su papel en la educación y conducción del pueblo en su camino a la modernización. Sin embargo, fue su heredero intelectual, Vicente Lecuna (1870-1954), quien logró afianzar la hegemonía del liberalismo criollo en el discurso nacionalista bolivariano dentro y fuera de Venezuela. Lecuna fue el responsable de trasladar el Archivo del Libertador a la Casa Natal de Bolívar en 1920 y, con ello, señala Conn, reordenar y manejar los documentos desde el saber filológico para crear un pasado glorioso de la blanquitud, crear una historia nacional por medio del poder de una casa y, en pocas palabras, domesticar la historia de Venezuela. Lecuna logró mantenerse vigente como el líder de la política cultural venezolana a pesar de las convulsiones políticas del país. Encontró acomodo en el gobierno de Gómez, aun cuando su visión política era opuesta; resistió al cambio de gobierno de Eliazar López Contreras e Isaías Medina Angarita y el golpe de Estado llevado a cabo por Marcos Pérez Jiménez; el triunfo de Rómulo Gallegos en las elecciones de 1948 y el golpe militar que le arrebató la presidencia. En definitiva, en un análisis muy apasionante de la Revista de la Sociedad Bolivariana de Venezuela (fundada por Lecuna en 1937) y sus vínculos con el panamericanismo estadunidense, Conn sugiere que Vicente Lecuna detentaba el capital cultural que servía al régimen para sortear los desafíos de la política nacional e internacional, primero en el contexto del ascenso del fascismo y luego en el escenario de la Guerra Fría.

El abordaje de las tradiciones venezolanas se cierra en el capítulo 8 con el proyecto cultural de Mariano Picón Salas (1901-1965), quien colocó a las humanidades y a la ilustración occidental, representadas en la figura de Bolívar, como la base de Venezuela para superar su estado de barbarie y posicionarse como una nación moderna en el marco del liberalismo capitalista de mediados del siglo xx y del pacto político del punto fijo (1958). Más adelante, el capítulo analiza la postura crítica de Germán Carrera Damas (1930-) respecto del culto a Bolívar, que interpretó como un síntoma psicológico de evasión colectiva a los problemas políticos, económicos y sociales a lo largo de la historia venezolana. Finalmente, se comenta el examen crítico del filósofo Luis Castro Leiva (1943-1999), en sus ensayos de 1986 “La elocuencia de la libertad” y “Historicismo bolivariano”, sobre los contenidos históricos de la Ilustración para observar la cercanía de los postulados de Rousseau sobre el “ciudadano cívico”, que debía subordinar sus necesidades individuales a los intereses colectivos, y la visión de Bolívar en torno a la necesidad de establecer gobiernos paternales capaces de manejar la heterogeneidad étnica y los distintos intereses locales en América.

En la segunda parte, entre los capítulos 9 y 11 del libro, Conn expone la manera en que Bolívar fue utilizado por el discurso panamericanista pregonado desde los Estados Unidos entre 1889 y la década de 1950. El conjunto de iniciativas diplomáticas, culturales, institucionales y comerciales impulsadas por ese país, y que definen el periodo panamericano estudiado en el libro, requirieron de la figura mítica de Bolívar para promover sus intereses nacionales. En este contexto, intelectuales localizados en Estados Unidos, algunos de ellos colaboradores del Pan American Bulletin, como el mexicano Guillermo A. Sherwell (1878-1926), el peruano Víctor Andrés Belaúnde (1883-1966), el alemán Gherard Masur (1901-1975) y el estadunidense Waldo Frank (1889-1967), trataron de asociar la figura de Bolívar a los valores republicanos liberales de los Estados Unidos, vincular un supuesto anhelo de unidad hemisférica con los proyectos comerciales y de inversión estadunidenses en América Latina, y de evidenciar la incapacidad de las sociedades latinoamericanas para gobernarse a sí mismas (Masur) como un eco del corolario Roosevelt (1904).

Finalmente, en la tercera parte, se atienden los usos de Bolívar como punto de referencia para dar impulso a distintos proyectos nacionales, políticos, sociales y culturales en el resto de los países latinoamericanos analizados en el libro. El capítulo 12 está dedicado al caso colombiano, en donde el legado de Bolívar no ha podido ser evocado sin la figura de Francisco de Paula Santander. Ambos conforman el centro de una polémica nacional que Robert T. Conn sintetiza en el trabajo intelectual y literario de Germán Arciniegas (1900-1999) y de Gabriel García Márquez. Para el primero, Santander fue un defensor de la democracia, el constitucionalismo y el respeto de la ley, como lo demostró al oponerse a la convocatoria
de Bolívar a la convención de Ocaña (1828) que violentaba el contenido de
la Constitución de Cúcuta (1821). En cuanto a Bolívar, este fue asociado por Arciniegas con un pasado autoritario que debía ser superado por las sociedades latinoamericanas. De este modo, el ensayista colombiano recurría al Libertador para emprender su defensa del liberalismo, lanzar sus críticas contra los gobiernos militares apoyados por Estados Unidos, y denunciar el avance del comunismo en la región, en el contexto de la Guerra Fría. Por su parte, Gabriel García Márquez elaboró una representación de Bolívar, en El General en su laberinto (1989), consumible para un público contemporáneo interesado en problemáticas como la desigualdad de género, el racismo y el clasismo en Colombia y en América Latina, en el marco del dominio hemisférico del capitalismo estadunidense. En la novela de García Márquez, Bolívar es la encarnación de los valores progresistas que se contraponen a la hegemonía cultural de las elites criollas cuyo origen se ubica en el siglo xix. De ahí que Santander aparezca en la novela como el representante de la oligarquía que se opuso a la idea de la “integridad, porque era contraria a los intereses locales de las grandes familias” y como el dueño de un “espíritu legalista y conservador” que se impuso en la república de Colombia.

En el siguiente capítulo, Conn se detiene en la tradición ecuatoriana que se resume en una querella entre centralistas y federalistas, conservadores y liberales, que recurrieron a los dos héroes nacionales, Simón Bolívar y Antonio José de Sucre, para legitimar sus respectivos proyectos políticos. Asimismo, el autor aborda los usos de estas dos figuras en relación con dos momentos clave de la historia de Ecuador: el asesinato de Sucre en junio de 1830 y el asesinato de Gabriel García Moreno 45 años después, a manos de Roberto Andrade (1850-1938), un intelectual público radicalizado que siguió de cerca la representación de Bolívar hecha por Juan Montalvo (1832-1889), en la cual se justificaba la violencia como una vía para restituir la legalidad. En el siguiente apartado, Robert T. Conn traslada el foco de atención hacia México al analizar un documento muy interesante que ha pasado casi inadvertido en la historiografía de este país. Me refiero al guion cinematográfico de José Vasconcelos, Simón Bolívar (una interpretación) (1939-1940), que el intelectual oaxaqueño escribió para oponerse a la película producida por Warner Bros., Juárez, en la que el protagonista es retratado como una encarnación del panamericanismo estadunidense. Vasconcelos recurrió a la imagen del Libertador para resaltar los valores cristianos e hispánicos que debían fungir como un contrapeso a la influencia cultural norteamericana.

Los últimos tres capítulos del libro atienden las distintas tradiciones bolivarianas surgidas en Bolivia, Perú y Argentina. En estos tres apartados destaca la construcción de Bolívar siempre en contrapunto con los otros libertadores de la región: Sucre y José de San Martín, ya fuera para asociar a Bolívar con el autoritarismo frente a la abnegación y la defensa de la legalidad de San Martín; o para destacar su destreza militar y su perseverancia frente a la renuncia del libertador del Río de la Plata tras el encuentro de ambos en la ciudad de Guayaquil (1822). Las virtudes y defectos que surgen de ese contrapunto en el que intervinieron intelectuales como Alcides Arguedas (1879-1946), Ricardo Palma (1833-1919), Víctor Andrés Belaúnde, Bartolomé Mitre (1821-1906), José Enrique Rodó (1871-1917) y Jorge Luis Borges (1899-1986), dependen de los proyectos político-culturales de cada uno y del marco epistemológico que los guiaba: el positivismo racista, el modernismo literario, el panamericanismo o el desarrollismo económico.

Como puede verse, Bolívar’s After Life es un estudio muy abarcador que a través de la figura de Bolívar aborda una gran diversidad de procesos históricos como la formación de los Estados nacionales en América Latina, las disputas entre federalismo y centralismo, los derroteros de la democracia, el desarrollo económico y las discusiones constitucionales en la región. Sin embargo, me parece que una ausencia importante en el corpus utilizado por el autor es la historiografía latinoamericana reciente sobre el primer republicanismo. Estudios como los de Ana Gimeno, Carolina Guerrero, Elías Pino Iturrieta, Rafael Rojas, José Antonio Aguilar, Elías José Palti, Alfredo Ávila, por mencionar algunos, han abordado el marco epistemológico que posibilitó la visión política de Bolívar en su propio contexto histórico. A mi juicio, estos trabajos hubieran propiciado un diálogo muy estimulante con la historiografía del mundo anglosajón (John Lynch, David Bushnell, Jeremy Adelman, Aline Helg, Jamie E. Rodríguez O.) que es utilizada por Conn en el primer capítulo, Toward a Usable Narrative, donde el autor propone una narrativa de base académica para contrastar las diversas interpretaciones en torno a Bolívar. Lo anterior no disminuye el gran valor del libro comentado que, por su vastedad y rigor analítico, merece la atención de los especialistas y de todo lector interesado en la historia de América Latina, más aún cuando las tradiciones bolivarianas siguen animando el discurso y el debate político en todo el hemisferio.

Ernesto Mendoza

ernesto.mendoza@cide.edu

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