Llantos y llakis en testimonios visuales de la violencia política en Perú
Cries and Llakis in Visual Testimonies of the Political Violence in Peru
Betina Sandra Campuzano1
Resumen: este artículo expone, desde el análisis del discurso, la imagen y los estudios latinoamericanos, el testimonio peruano del conflicto armado interno. Su originalidad reside en trazar su genealogía con la visión de mundo andino y la escritura de Guaman Poma y José María Arguedas. Entre sus hallazgos, enuncia que los llakis o recuerdos penosos de los campesinos no se interpretan con categorías occidentales, sino que requieren una historización de la violencia en los Andes que advierta especificidades regionales. Se inscriben en el terreno de lo indecible y se nombran a través de otros lenguajes. Así sucede con el relato fotográfico Yuyanapaq de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación y la historia gráfica Rupay de Cossio, Rossell y Villar. En el pasaje de la oralidad a la escritura, las imágenes irrumpen para tramitar lo indecible y, en ese intersticio, configura una retórica del dolor.
Palabras clave: llakis; Testimonio visual; Conflicto armado; Luchas de la memoria; Perú.
Abstract: This writing aims to address, from analysis of discourse, imagen and Latin American Studies, the Peruvian testimony of the internal war draws. It is originality resides in tracing its genealogy with the Andean vision of the world and with Guaman Poma and José Maria Arguedas’ writing. Among his findings, I understand that the use of occidental categories for the interpretation of the llakis, the peasants’ sore memories, result impossible. Instead, they demand a historicization of violence in the Andes that capture regional specificities. These cries are in the field of the unspeakable and are named through other languages. This occurs in the photographic narration Yuyanapaq, by the Truth and Reconciliation Commission and the graphic text Rupay, by Cossio, Rossell, and Villar. When the testimonies move from orality to writing, images burst in to process the pain and the unspeakable, and, within that interstice, they configure a rhetoric of pain.
Keywords: llakis; Visual testimony; Armed conflict; Peru.
Recibido: 5 de abril de 2022
Aceptado: 27 de enero de 2023
DOI: https://10.22201/cialc.24486914e.2023.77.57561
Introducción
Entre los estudios fundacionales acerca del testimonio hispanoamericano canonizado por Casa de las Américas en la segunda mitad del siglo xx, la crítica literaria (Sklodowska 1992) ha abordado los pasajes de la oralidad de los informantes —muchas veces, monolingües y analfabetos— a la escritura mediada por letrados solidarios (Achugar 1994) para denunciar vejaciones y exclusiones. En estas traducciones lingüísticas y culturales, se ha prestado particular atención a los silencios y los lapsus de los informantes pues, por su intermedio, la voz y la presencia del testimoniante evaden el monopolio del amanuense y la letra. Si bien el testimonio andino del siglo xxi, que se produce en el contexto del posconflicto armado peruano entre Sendero Luminoso, las Fuerzas Armadas y los ronderos, se entronca en un sentido con el testimonio hispanoamericano legitimado con el proyecto cultural de la Revolución cubana, entiendo que aquel traza una genealogía de larga duración. Más bien, se halla emparentado con la visión de mundo andina y antecedentes como la crónica colonial de Guaman Poma de Ayala y la escritura antropológica y literaria moderna de José María Arguedas (Campuzano 2020; 2021).
En este marco, los llakis o recuerdos penosos de los campesinos víctimas del conflicto no logran traducirse e interpretarse con categorías del pensamiento occidental; en cambio, requieren una historización de la violencia en los Andes que permita captar especificidades regionales (Theidon 2009). Los llantos y dolores de los informantes andinos se inscriben en el terreno de lo indecible y sólo consiguen nombrarse a través de otros lenguajes, como el icónico. Así sucede con el relato visual Yuyanapaq. Para recordar (2003), de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación;2 la historia gráfica Rupay (2008), de Jesús Cossio, Luis Rossell y Alfredo Villar, y el testimonio Chungui. Violencia y trazos de memoria (2005), de Edilberto Jiménez Quispe, pues estas producciones introducen imágenes para evidenciar y denunciar los vejámenes de la violencia política.
En este escrito, a partir del análisis del discurso y desde un enfoque interdisciplinario que recurre a herramientas de la sociología, los estudios de la memoria, el análisis del discurso y los lenguajes audiovisuales, nos ocuparemos particularmente de los dos primeros textos —Yuyanapaq y Rupay— que han sido menos abordados por la crítica latinoamericana y sólo nos referiremos tangencialmente a la obra de Jiménez Quispe. Sin duda, los relatos y los retablos de Jiménez Quispe resultan medulares para el testimonio visual de la violencia política peruana, por lo que, en otras oportunidades, los he entendido en términos de testimonio performático (Campuzano 2020) para referirme a la irrupción de la imagen en los procesos de mediación entre oralidad y escritura, la relevancia del cuerpo y la materialidad para la transmisión de la memoria y la acción política que suponen estas producciones.
En esta ocasión, sostengo que entre los resquicios del proceso de traducción se inscriben las imágenes que se emplean en los testimonios de guerra, pues dan cuenta de elementos de la cosmovisión andina y posicionamientos que se escapan de la palabra, sea ésta oral o escrita. Ello sucede, acaso, porque lo icónico evidencia lo que queda fuera durante el pasaje de la oralidad a la escritura, proceso que acontece siempre en el espacio de lo verbal. Los productores del testimonio —tanto el letrado solidario como el informante— aprovechan ese intersticio que deja la mediación para configurar una retórica del dolor, en la que tienen cabida el lamento, la queja y los recuerdos penosos. Me refiero a aquellos elementos que pertenecen a la experiencia de la guerra y a la visión de mundo andina, y que resultan excedentes en la traducción verbal.
A continuación, me ocuparé en un primer apartado del modo en que la imagen irrumpe en la traducción entre voz y letra para dar cuenta de los dolores y los llantos que resultan indecibles y así tramitar los duelos personales y colectivos en los Andes constituyendo una retórica del dolor y una retórica de la imagen. Posteriormente, me detendré en los análisis del testimonio fotográfico Yuyanapaq, atendiendo a aquellos pinchazos que produce una imagen (Barthes 1994), y de la historia gráfica Rupay, observando las diversas versiones sobre el conflicto armado que se construyen a partir del ingreso de lo icónico. De esta forma, arribaremos a la conclusión de que el testimonio visual del conflicto armado, a través de la interacción entre oralidad, escritura e imagen, permite relevar las luchas de una memoria geolocalizada (Jelin 2002; Pino 2003).
El testimonio visual: retórica de la imagen y retórica del dolor
Al ocuparse de la producción de Guaman Poma, Rocío Quispe-Agnoli (1998) explica que el discurso del indio burócrata se halla atravesado tanto por la historiografía de Occidente como por el discurso silenciado de los amerindios que, al no manejar la práctica escritural, expresan sus gritos, quejas y lamentos convirtiéndolos en el discurso chillón y alternativo que puede leerse en la Nueva Corónica y Buen Gobierno (1615). La escritura, como también la iconografía y la pintura, es de naturaleza visual y gráfica. Pero, hay también otras formas de registro, como los quipus y los textiles —a las que Lienhard (1992) llama “literaturas alternativas” para refutar las consideraciones acerca de los pueblos indígenas como sociedades ágrafas—, en las que intervienen lo táctil o, agregamos aquí, lo auditivo como en el caso de las canciones.
En estos ejemplos, hallamos una compleja línea de interacción no sólo entre la oralidad y la escritura que se repelen y atraen mutuamente como sucede en el conocido episodio del encuentro de Cajamarca (Cornejo Polar 1994),3 sino también frente a una franja de intercambios que involucran palabra e imagen, tacto y sonido. Allí, en esa intrincada zona de confluencias y desencuentros, se dicen los dolores y los llakis, y se tramitan los duelos individuales y colectivos. Así, la muestra fotográfica Yuyanapaq se convierte en libro que, a su vez, se transforma en muestra interactiva. De igual modo, un relato de las vejaciones y un dibujo a mano alzada recogidos por Edilberto Jiménez se convierten en un libro de testimonios, que transmuta en una muestra de retablos expuesta en el Museo de la Memoria (lum) y origina el documental Chungui. Un horror sin lágrimas (2010) de Felipe Degregori.
Desde su invención en 1839, la fotografía es rastro y evocación de un pasado desaparecido y sus difuntos. No es mero registro de la guerra sino definición de las realidades más abominables. Las fotografías de cuerpos mutilados pueden emplearse para “vivificar la condena a la guerra, y acaso puedan traer al país, por una temporada, parte de su realidad a quienes no la han vivido nunca” (Sontag 2005: 20). La fotografía además es una oportunidad que ofrece la vida moderna para mirar con distancia el dolor de los demás. En este sentido, resulta lícito pensar en el carácter testimonial de este tipo de retrato de la iconografía moderna que toma la posta de las funciones que venían desempeñando la palabra oral y la escrita a lo largo del tiempo.
En la guerra, el carácter testimonial de la fotografía se aleja de la funcionalidad artística para dar cuenta de que el fotógrafo, como un etnógrafo o un testigo, “estuvo allí”; de que la foto, como el testimonio canónico, es una “transcripción o copia fiel de un momento efectivo de la realidad”, al tiempo que en sí misma es una “interpretación de esa realidad” (Sontag 2005: 36); de que logra lo que la literatura siempre ha ambicionado, esto es, ese carácter realista propio de los textos de denuncia. Entonces las fotografías son, a la vez, “registro objetivo y testimonio personal” (Sontag 2005: 36). En pocas palabras, de esta caracterización se desprenden algunos postulados que emparentan a la fotografía con el relato etnográfico y el realismo que se atribuye a las imágenes documentales.
Sontag distingue la fotografía de las crónicas literarias propias de la guerra, puesto que las primeras sólo necesitan del azar y no están condicionadas por la formación de sus productores, como sí sucede con la escritura en las segundas. Sin embargo, bien podemos hallar en uno y otro caso un trabajo de edición (selección, encuadre, recorte, exclusión, añadido de un pie de foto que dirige la lectura, por ejemplo) y un efecto de verosimilitud que entroncan a las fotografías con el testimonio etnográfico. Este efecto, el recorte y la edición, como también el propósito de condenar la guerra, sobre todo entre quienes no se han anoticiado de ella, puede leerse en la muestra fotográfica Yuyanapaq. Para recordar. Relato visual del conflicto armado en el Perú. 1980-2000, en su posterior edición impresa en formato libro y luego en la muestra interactiva disponible en la web.
En el Prefacio a cargo de Salomón Lerner Febres, se señala el respeto y la atención que Perú ha prestado masivamente a las víctimas de la violencia. Ello condujo a explorar nuevos caminos: “al lado de la recuperación de las palabras, estaba —como complemento natural— la enseñanza de las imágenes. La aprehensión y la preservación visual de la historia —concretada en los ricos archivos fotográficos existentes relativos al periodo de la violencia— ha sido para nosotros [una ayuda]” (cvr 2014: 18). La formación de esta tríada oralidad/escritura/imagen y su carácter testimonial se explicitan en este prefacio, donde se recuperan además los planteos acerca de “dar la voz” a los silenciados, elemento epigonal del testimonio etnográfico.
El informe visual preparado por la cvr complementa el Informe Final escrito sobre el conflicto peruano interno. La imagen aprovecha ese resquicio que queda en la traducción de la oralidad a la escritura, por medio de la cual esta comisión recolecta, edita y transcribe los relatos de las víctimas. Las fotografías hablan del dolor en aquello que se escapa de lo lingüístico, sea por medio del canal oral o el escrito; configuran así una retórica de la imagen y, junto con ella, una retórica del dolor para capturar el discurso chillón, testimoniar los vejámenes sufridos y tramitar las memorias recientes.
Así lo sugiere Carlos Iván Degregori en el apartado “Tiempo de la memoria”. Los testimonios que edita la cvr cuentan con una abundante propuesta paratextual, a cargo de destacados intelectuales que delinean y relevan los aspectos más notables de las políticas de la memoria. Degregori señala que la verdad no sólo surge en los discursos orales y escritos, sino que las imágenes también “hablan”. Pueden hallarse diferentes niveles: pueden “ilustrar” y en ese sentido son complementos de la escritura; pero también pueden ser vehículos de transmisión de la memoria. Más adelante, Degregori agrega:
La memoria necesita anclajes: lugares y fechas, monumentos, conmemoraciones, rituales. Estímulos sensoriales —un olor, un sonido, una imagen— pueden desencadenar recuerdos y emociones. […] Los documentos visuales que aquí aparecen, por ejemplo, nos sorprenden y son a la vez emblemáticos porque sintetizan el dolor, la soledad, el desarraigo; pero también la capacidad de respuesta frente a la violencia: el coraje, la resiliencia, la solidaridad. Vemos, así, en estas páginas, el dolor insoportable de las viudas, pero también una mano que enjuga sus lágrimas, unos brazos o un pecho que contiene su pena (cvr 2014: 20-21).
Las fotografías construyen memorias que se amarran en estímulos y en experiencias, sean éstos documentos o rituales. Entraman el dolor, pero también el modo de reponerse de él. Además de destacar el trabajo y los dilemas éticos y políticos del fotoperiodismo en la construcción de la memoria reciente, el intelectual peruano vuelve sobre otra idea recurrente en relación con la fotografía y su vinculación intrínseca con la muerte: “Una mujer frente a un cadáver envuelto en una sábana en la morgue de Ayacucho. El desamparo final de un ataúd entrando al sepulcro. Más allá sólo queda el grado cero: los que no tuvieron sepulcro ni ataúd” (cvr 2014: 21). Esta descripción pone en evidencia aquello de la foto que lo conmueve y que se halla en el espacio de lo indecible o lo no traducible: el espectador detecta en la mujer de la morgue, en el desamparo del ataúd, en “ese grado cero”4 de los cadáveres que —inferimos— están desaparecidos o en las fosas comunes, aquello que quedó fuera del relato verbal no es analizable ni se intelectualiza, sino que simplemente dice e interpela. Es decir, esa retórica del dolor que emana de la fotografía y que el espectador logra capturar, aunque no definir.
Como señala Barthes (1980), uno se interesa en la fotografía por un “sentimiento”, no se trata de profundizar en un tema sino de ahondar en una herida, un pinchazo, un punctum. Con esta palabra, el semiólogo designa una herida o una marca hecha por un instrumento puntiagudo. Es decir, remite a la idea de puntuación y las fotos están efectivamente pinchadas por esos puntos sensibles o esas heridas. Este segundo elemento, al que Barthes llama punctum, perturba al studium o las fotografías que se reciben como testimonios políticos o cuadros históricos. El punctum es entonces un pinchazo, un agujerito, una pequeña mancha, un pequeño corte y también casualidad: “El punctum de una foto es ese azar que en ella me despunta (pero que también me lastima, me punza)” (Barthes 2014: 59). Si el studium es un interés histórico o cultural, es atender a la época, los vestidos, la fotogenia, en ello no se abre ni punza ninguna herida. En cambio, el punctum es detenerse en un gesto o un detalle no intencional, una fuerza metonímica, algo repulsivo o que hace vibrar, una fulguración o lo que no está codificado, la incapacidad de nombrar, un suplemento, un añadido, un campo ciego, la intensidad o la temporalidad que señala la muerte en el futuro.
Todas estas punzaciones son las que experimenta Barthes cuando se halla frente a diversas fotografías que van desde las calles transitadas por soldados y religiosas, hasta padres descubriendo el cadáver de su hijo en la Nicaragua de fines de los años setenta; desde el retrato de una familia norteamericana de afrodescendientes en la década del veinte hasta un niño que está siendo apuntado con un arma en un barrio italiano de Nueva York en los años cincuenta. Y serán también estos pinchazos, más que la intelectualización o el análisis de las imágenes, los que buscamos en algunas de las fotografías de Yuyanapaq y, con ellos, transitamos hacia las formas en las que se tramita el duelo.
Punctum, punzada o herida en Yuyanapaq, un testimonio fotográfico
Yuyanapaq se conforma por ciento cuatro fotografías que retratan el conflicto, a cargo de diferentes fotoperiodistas. Cada una de ellas está acompañada por un epígrafe que describe al referente, su marco espaciotemporal, el nombre de su autor y el medio periodístico donde se publicó. La mayoría está en blanco y negro, aunque también se incorpora alguna a color. Cuerpos mutilados, prisioneros custodiados, niños reclutados por senderistas, soldados armados junto con paramilitares encapuchados, niños y mujeres migrantes con valijas a cuestas caminando o descansando sobre piedras, niños ronderos con banderas rojas, vestigios de explosiones de coches bomba en espacios urbanos, ataúdes solitarios y velorios multitudinarios, Mamá Angélica5 junto a otras madres y familiares que buscan a sus desaparecidos, senderistas capturados, Abimael Guzmán encarcelado en una jaula recién construida, la secuencia del recorrido fatal de los ocho periodistas muertos en Uchuraccay son las diversas y dolientes imágenes que se suceden en Yuyanapaq. Además del paratexto a cargo de los editores de la cvr y de intelectuales, el libro y la web cuentan con una cronología de las dos décadas (1980-2000), en las que se ubican las referencias de las fotografías, y con un apartado final en el que se reúnen y categorizan las impresiones de los visitantes, espectadores y lectores.
Me detendré en algunas fotografías seleccionadas por el efecto que me provocaron, esto es, por un detalle inusual o un gesto lastimoso que causan una herida o una punzación. Por ejemplo, la núm. 3, de Carlos Bendezú (véase figura 1) es sin duda una de las fotos emblemáticas y de las más duras del conflicto armado en la zona urbana durante el inicio de la guerra y ha sido, en numerosas ocasiones, incluso referida en otros textos, con lo que se ha convertido en una potente matriz que
condensa la hegemonía de una época.6 Se trata, en todo caso, de una foto ícono de la guerra (Sontag 2005) que opera como emblema del sufrimiento, como sucede con la instantánea del niño en el gueto de Varsovia en 1943 que, con las manos levantadas, es arrastrado hacia un campo de exterminio.
La fotografía está acompañada por el siguiente epígrafe que describe y dirige la lectura de la imagen: “El 26 de diciembre de 1980, perros muertos aparecen colgados de los postes de alumbrado público de algunas esquinas del centro de Lima. Los animales portaban carteles con la inscripción ‘Teng Hsiao Ping, hijo de perra’” (figura 1).7 El pie de página en una fotografía es sumamente relevante, pues en él se espera su explicación o su falsificación (Sontag 2005). En cualquier caso, como todo elemento paratextual, se trata de un umbral (Genette 2001) que anticipa o administra sentido. En esta ocasión, la fotografía opera como una amenaza de Sendero Luminoso para sus opositores y los traidores, una vez desembarcados en un nuevo escenario, la ciudad de Lima, con una clara referencia al maoísmo. Sendero Luminoso actúa primero de la forma más brutal en la zona andina, luego avanza hacia la selva, donde entra en contacto con el narcotráfico, para arribar en la última etapa a la costa, donde se producen actos como éstos: los perros colgados, las pinturas del martillo y la hoz, los secuestros exprés y la explosión de bombas (Escárzaga 2001). Incluso, aunque pueda resultar aberrante el sólo decirlo, esta misma escena retratada en la fotografía, el perro colgado del poste, puede resultar una espantosa acción performática, en cuanto es una irrupción en la cotidianeidad con un claro propósito político por parte de los senderistas.
¿Pero cuál es la punzada o la herida en esta imagen representativa de la violencia peruana? Sin duda, lo más perturbador es el perro muerto, el gesto dislocado y ausente del que, lejos de la imagen de un traidor, resulta más bien la de un ser vulnerable. El pinchazo está en el horror que provoca el alambre que sujeta al animal con el poste y el absurdo cartel, al que se acerca —como si no quisiera llegar a él— la mano del policía subido al poste. Pero una vez que alejo la mirada de ese espantoso foco, hallo otro punctum: un hombre con anteojos grandes y oscuros que observa la escena, casi ocultándose detrás de lo que puede ser un medidor de luz. Se oculta, quizá horrorizado, no podemos saberlo, pero sí quiere ver, está atento, casi como un espía que desea pasar inadvertido y es capturado por la cámara. Eso es lo intraducible en esta imagen: me identifico con ese hombre que, aún oculto, quiere ver o, quizás, quiera saber. Pienso en la sociedad limeña que también quería ocultarse y desentenderse del horror que se estaba viviendo en los Andes y, sin embargo, era interpelada en su cotidianeidad con estas intervenciones senderistas. Lima y yo, como ese hombre, nos convertimos en testigos mudos de la historia.
Quiero recuperar otras fotos emblemáticas del conflicto peruano ineludibles no sólo porque han recorrido el mundo sino porque resulta una metonimia del drama nacional y han fundado algunas líneas de interpretación que se entroncan con la historia andina. Me refiero a la secuencia de fotos de los periodistas asesinados en Uchuraccay, tomadas por Octavio Infante y Willy Retto, de las que comentaremos sólo tres, las núms. 8, 11 y 12 (véanse figuras 2, 3 y 4); y la presentación de Abimael Guzmán, una vez detenido, ante la prensa, tomada por Ana Cecilia Gonzáles Vigil, la núm. 90 (véase figura 5).
La secuencia de fotografías, compuesta por ocho imágenes, fue capturada por el mismo Willy Retto, uno de los periodistas asesinados en Uchuraccay, el 26 de enero de 1983, antes del fatídico desenlace de este singular y confuso encuentro entre los corresponsales de los medios no oficialistas y los miembros de la comunidad altoandina. Lo que sucedió resulta conocido, como así también las repercusiones e interpretaciones posteriores que suscitó el crimen: ocho periodistas deciden viajar a Huanta para buscar información sobre el linchamiento de seis senderistas en manos de comuneros, hecho que fue elogiado por las autoridades militares y por el entonces presidente Belaúnde. Algunos sectores políticos opositores y la prensa desconfiaron de la participación de los comuneros y creyeron que podían estar involucrados miembros de las fuerzas armadas, quienes se habrían camuflado entre los campesinos para cometer los crímenes. En este contexto de sospechas parten los ocho periodistas acompañados por un guía y llegan a la alejada comunidad de Uchuraccay, donde son recibidos por los comuneros. A pesar de mostrar sus identificaciones y de la intercesión de otro de los comuneros, quien al salir en su defensa corrió la misma suerte de los reporteros y su guía, todos ellos son ejecutados a golpes por los campesinos.
Ante el impacto del cruento episodio, el gobierno de Belaúnde conforma una comisión para investigar los asesinatos, convocando al literato Mario Vargas Llosa, al periodista Mario Castro Arenas y al abogado Abraham Guzmán, quienes estuvieron asesorados por antropólogos y lingüísticas. Esta comisión viajó en helicóptero y estuvo un solo día en la comunidad de Uchuraccay para entrevistar a los campesinos. Dos meses después, entregó el informe en el que concluía que los responsables de la masacre fueron los comuneros que, al confundir a los periodistas con senderistas, y ante el temor a las represalias de los ‘terrucos’, decidieron ultimar súbitamente a los reporteros.
La Comisión Investigadora de los Sucesos de Uchuraccay no barajó nunca la responsabilidad del Estado, que bajó línea explícitamente cuando felicitó a los comuneros que ajusticiaron a los senderistas, como tampoco sospechó de una posible presencia infiltrada de las fuerzas armadas. Más bien, ahondó en la hipótesis de una incomprensión comunicativa entre los periodistas que hablaban en español y los campesinos quechuahablantes, como también en el temor de estos últimos hacia Sendero Luminoso. Luego de cinco años, tres comuneros fueron juzgados y encarcelados por el crimen de los periodistas; el pueblo de Uchuraccay sufrió la estigmatización, pues toda la nación lo consideraba “salvaje”; además, la comunidad debió desplazarse hacia otro territorio próximo a causa de la violencia del conflicto; Uchuraccay no obtuvo justicia para las 135 muertes que sufrió el poblado durante el conflicto armado; y los familiares de los periodistas asesinados piden aún hoy a las autoridades que se determine la responsabilidad del Estado en este confuso episodio.
Sostengo que las numerosas textualizaciones del episodio de la matanza de los periodistas en Uchuraccay, de cuyas fotos nos ocupamos particularmente, también dan cuenta de una matriz cultural, quizá similar al encuentro de Cajamarca, pues la fuerza del referente se repite y resignifica en numerosos intertextos (Cornejo Polar 1994; Campuzano 2021). Este referente generó un sinnúmero de reflexiones críticas y teóricas. De hecho, la novela Lituma en los Andes (1993), del propio Mario Vargas Llosa, resulta una de las primeras en abordar el conflicto armado. Víctor Vich señala las oscuras conexiones entre el informe de la comisión y la novela del autor peruano: “Lituma en los Andes parece ser casi la ‘novelización’ de este Informe que, curiosamente, fue escrito durante el inicio de la brutal represión militar en Ayacucho” (Vich 2017: 73).
Esta novela refunda una de las líneas interpretativas que recorre el sistema literario peruano: la narrativa urbana criolla que estigmatiza la figura de los campesinos al considerarla (salvaje, bestial, e incluso, antropófaga) como la responsable directa de la violencia en el Perú reciente. Sobre esto, la crítica literaria y cultural, la historiografía y la sociología han advertido el peligro de las conclusiones a las que arribaron tanto el informe de la comisión encargada de investigar los asesinatos en Uchuraccay como la narrativa vargasllosiana, que redundan en la barbarización y la criminalización de la población andina. Las lecturas inaugurales de este episodio, tanto de Víctor Vich como de Ponciano del Pino (2003), advierten que la construcción del estigma de la comunidad andina es resultado de un saber letrado que no buscó dialogar con los testigos, al tiempo que constituye otra forma de violencia sobre tal comunidad.
Otras versiones del mismo episodio reaparecen, una y otra vez, en diferentes narrativas. Así sucede con la que tal vez sea la novela más lograda ficcionalmente —pero que también incorpora una instancia de investigación que la acerca a las búsquedas del testimonio periodístico— durante este periodo: El rincón de los muertos (2014), de Alfredo Pita. En ella, un periodista español acude a Ayacucho —cuya traducción es justamente “el rincón de los muertos”— para investigar el conflicto armado que dejó sinnúmero de víctimas entre los campesinos y, en forma particular, el asesinato de otro periodista peruano vinculado a la investigación de la masacre de los ocho periodistas en Uchuraccay. En este interesante proyecto escritural, hay un juego de cajas chinas: una investigación periodística de un asesinato dentro de otra.
Ahora bien, cuál es el punctum que me hinca al ver esta secuencia de fotografías que sin duda hieren al espectador antes de observarlas en el momento en que sabemos que es el mismo fotógrafo, Willy Retto, quien decide testimoniar los minutos previos a su propia ejecución: hasta el último momento, a sabiendas del desenlace, continua su tarea periodística. Hay en esa inferencia de los hechos un dolor mudo que se hace imagen, una narrativa testimonial que se hace secuencia fotográfica, un sufrimiento que se escapa de la voz y de la letra.
En la fotografía núm. 8 (véase figura 2), en blanco y negro, reconocemos el inicio o marco de la secuencia narrativa: los periodistas, sus rostros morenos apacibles y la posición distendida de los cuerpos menudos, propio del comienzo de una travesía, en medio de un camino de tierra. Uno de ellos, el más alto o el más cercano en la toma, de espaldas al vacío; otro oculto, detrás. En esta imagen tienen las manos resguardadas en los bolsillos: quizás porque hace frío en la región antiplana y están abrigados con camperas; quizás porque los veo vulnerables y no prestos para un enfrentamiento; quizás porque las manos en las camperas dan la impresión de quien no está participando en lo que sucede, está distraído e, incluso, confiado. También parece un punto, una casualidad, un detalle, el que la mayoría de los periodistas, a la vera del camino, vestidos de diferentes formas y estilos muy propios de los años ochenta, tengan zapatillas deportivas. Hay algo en esa sobriedad urbana, en las manos confiadas dentro de los bolsillos, en el camino de tierra que conforma la secuencia inicial, que vuelve aún más devastadora la resolución.
En las fotografías núms. 11 y 12 (figuras 3 y 4), presenciamos el encuentro de los periodistas con los comuneros. En la primera foto, de fondo, una pared de montañas entre el verde y el color tierra encierran una escena en la que interactúan reporteros y campesinos. Los cuerpos, recortados por la toma desde un poco más abajo de la cintura. Ahora, de una y otra parte, están tensos: los periodistas vestidos con camisas a cuadros, camperas deportivas y de grafa, con estilos urbanos pero modestos, estiran sus manos mostrando ansiosamente algo; más allá, un solo comunero, cubierto con un poncho marrón y un sombrero oscuro, los mira expectante. En la siguiente fotografía, el ángulo de la foto en contrapicada nos revela a uno de los periodistas con las manos en alto, se observa que más comuneros bajan de las montañas. Son hombres y mujeres, todos con vestimentas andinas. Uno de ellos ocupa, sin querer, el centro de la imagen; mira la escena con las manos cruzadas, en actitud de espera o quizás, pienso, de un temor mayor aún del que pensamos. Sin duda, la secuencia invita a trazar la narratividad del encuentro y la variación del ángulo en las fotografías está dando cuenta de la urgencia de cada toma, del punto de vista del fotógrafo-informante que cumple con su rol hasta el final, del carácter testimonial de la imagen.
¿Cuál es el punctum en las fotografías que retratan el sinsentido de este singular episodio? En la primera, me pincha lo que tienen en sus manos tanto los periodistas, que sostienen los estuches de lo que posiblemente sean sus equipos de trabajo, como el comunero que mantiene entre ellas una soga que cuelga, a su vez, de una yisca tejida. En la segunda, el contraste entre las manos alzadas del reportero y las manos cruzadas del campesino: en ambas posiciones me parece percibir una cuota de miedo. Me punzan también los pies descalzos del campesino y las líneas de la campera deportiva —el símbolo de la marca Adidas— de uno de los reporteros. Pienso en el contraste vargallosiano, en las dicotomías modernidad y urbanidad versus ancestralidad y ruralidad; civilización versus barbarie; criollo versus indígena. Si vuelvo a las imágenes y lo que punza en ellas, no logro hallar victimarios ni víctimas en ese encuentro, tampoco incomunicación como sucede en el encuentro de Cajamarca. En todo caso, en esa punzada hallo miedo. Simplemente, miedo en las zapatillas deportivas y los pies descalzos, en las manos sujetando equipos y yiscas, en las manos arriba y las manos cruzadas. Se trata de un miedo a la alteridad, un miedo entre prójimos. Un miedo fratricida que deja trunco el relato y deviene en lo indecible.
En cuanto a la fotografía núm. 90 (véase figura 5), de Gonzales Vigil, que retrata a Abimael Guzmán prisionero, ésta ha aparecido sinnúmero de veces. Incluso, su recorte ha servido como ilustración de tapa, como fue el caso La cuarta espada (2007), de Santiago Roncagliolo, que muestra al líder con el brazo en señal de lucha vistiendo el uniforme de presidiario. Sobre la detención de Abimael Guzmán, se conocen las dificultades a las que se enfrentó el Grupo Especial de Inteligencia Nacional al no contar con datos recientes del aspecto que tenía el líder senderista. Se sabe también el carácter mesiánico y unipersonal que revestía a este extraño referente, cuya doctrina e influencia parecen hoy inexplicables. Por todo ello, la imagen de esta fotografía y su circulación resultan significativas, ya que finalmente se conoce el rostro de quien en un momento fuera sólo un nombre en el imaginario. Además, esta imagen es expuesta como la prueba del triunfo fujimorista sobre la guerrilla: un espectáculo que toda la nación debe ver. Retrata, casi a modo circense, la escena de un hombre vestido a rayas, con el número de presidiario, encerrado en una jaula-cárcel recién construida en cuyo centro se ubica una silla. La improvisada cárcel se halla rodeada por hombres de seguridad elegantemente trajeados, que no parecen preocuparse por el prisionero. De fondo, un amplio paredón blanco en cuya parte superior se observan tanto hombres armados que custodian al líder senderista, como camarógrafos que filman la escena.
El punctum en esta fotografía es la silla solitaria en el centro de la escena demarcada y, también, la marca de la soldadura reciente de esa jaula que confirma que ha sido realizada hace poco exclusivamente para esta ocasión. Son las telas dorada y morada caídas alrededor de la jaula, cuya presencia sugiere el clima de espectáculo, entre circense y de la realeza, que se ha montado alrededor de esta presentación a la prensa. Estamos ante un acto performático: Abimael Guzmán es el actor que pone el cuerpo en una jaula que oficia de escenario y de prisión, pone el rostro donde antes sólo existía la referencia de un nombre y un concepto, y se desplaza por su singular cárcel agitando los brazos en señal de arenga. Se trata de una indudable acción performática registrada en el archivo fotográfico. La jaula recién construida y la soldadura alrededor de esa improvisada cárcel no son más que metonimias de la historia reciente: por la parte nombramos e identificamos toda una época y las luchas de la memoria contemporánea que en ella se desatan.
Memorias en disputa en la historia gráfica Rupay, de Cossio, Rossell y Villar
“Cuando uno observa atentamente las killkas de Guaman Poma puede ver en las imágenes cosas que el discurso letrado no se atreve a decir” (Villar 2015: 10), sostiene Alfredo Villar quien, junto con Jesús Cossio y Luis Rossell, produjeron el cómic sobre la violencia en Perú, cuyo título es Rupay. Violencia política en el Perú 1980-1985. Una historia gráfica (2008), que en quechua significa “ardor” o “calor”. Esta historia gráfica, que a través de la imagen dice lo que la letra no se atreve, resulta un testimonio performático que actualiza las formas del relato etnográfico. En ella, se entraman la visión política, la investigación documental, histórica y etnográfica, junto con la imagen y el guion; al tiempo que se entronca con la hibridez genérica y la función comunicativa de denuncia. Se entreteje un proceso de mediaciones entre oralidad, escritura e imagen: al igual que la voz es huella de la presencia del sujeto, el trazo es su huella gestual. En la fuerza y la dirección de cada línea y cada punto, se imprime lo emocional y lo psíquico, se estampa una subjetividad.
Cada historieta, que retrata y traduce un episodio particular sucedido durante los primeros cinco años del conflicto (1980-1985), está acompañada por una breve escritura ensayística, donde se entraman referencias y explicaciones históricas con conceptos teóricos provenientes de la sociología, el psicoanálisis, la filosofía, la literatura y el pensamiento latinoamericano. Así, episodios como la quema de las urnas en Chuschi durante el inicio del conflicto; el asesinato de los ocho periodistas y el guía en Uchuraccay; el asalto a la comisaría en Tambo donde muere por azar una pareja y unos niños; la visita de Belaúnde a Vilcasuamán y la toma del poblado por los senderistas; el secuestro de Arquímedes Ascarza y el inicio de la dolorosa lucha de su madre, Mamá Angélica, para dar con su paradero, todos estos episodios se entrecruzan con nombres como los de Friedrich Nietzche, Walter Benjamin, Ricardo Piglia, Jacob Bronowski, Michel Foucault, Sun Tzu, José María Arguedas, Manuel González Prada. Estos episodios histórico-ficcionales que configuran el archivo andino se entraman con el occidental, para denunciar las vejaciones que sufrieron los sectores más olvidados.
Villar expone un manifiesto o arte poética de lo que llama una historieta popular. Al mismo tiempo, traza la genealogía de este testimonio gráfico que contó con el financiamiento de la Fundación Rockefeller para su investigación y desarrollo, y cuya primera reedición estuvo a cargo del Grupo Editorial Penguin Random House. Estos datos dan cuenta del alcance y el impacto de la obra, como también de una circulación que religa la producción local con otros centros de conocimiento. Con respecto a su poética, la descripción del proceso de producción evidencia los distintos pliegues de mediación. Frente a un vacío de documentos, y a las historias que se sabían o se recordaban pero que no habían sido registradas, Rupay opta por las entrevistas y las fuentes orales, entre las que se hallan los testimonios recopilados por la cvr. Se trata de relatos que dan cuenta de la violencia vivida y cotidiana, que incorporan los sentimientos y las particularidades de actores empíricos. El cómic permitió crear un registro gráfico y convertir un discurso que era, básicamente, oral en uno visual y escrito, que puede coadyuvar a reconstruir y comunicar una historia aún ignorada.
Rupay se propone como una historia “alternativa’” a la “oficial”, lo que remite a una de las regularidades del género testimonial fundacional (Achugar 1994). Esto se confirma con el panorama que Villar realiza acerca de los testimonios visuales en relación con el conflicto peruano: por un lado, destaca el trabajo en Yuyanapaq de la cvr, aunque considera que estas fotografías son relatos y memorias parciales, incompletas e inconexas; por sí mismos no significan, no tienen un aparato lingüístico que los complemente. Por otro, la élite criolla peruana conservadora que lidera la Revista Caretas pretende oponerse a la versión subyacente en Yuyanapaq con la edición del libro de fotografías La verdad sobre el espanto (2003), donde sólo se registran los crímenes senderistas y se minimizan los cometidos por las fuerzas armadas al calificarlos como “excesos” (Villar 2015: 3).
Luego de la masacre de Uchuraccay, los fotógrafos tampoco se animaron a avanzar hacia los espacios controlados por el Ejército, por lo que prácticamente no hay registros de estas acciones en tales espacios. Por ello, porque las fotografías por sí solas no pueden dar cuenta del cruento panorama de un modo abarcador, Villar argumenta la necesidad de buscar otro tipo de imágenes que relaten las diferentes voces y memorias de las víctimas del conflicto. Hay allí un doble proceso que conecta la propuesta de Rupay con el género testimonial con dos de sus vertientes: por un lado, la etnográfica se propone traducir los testimonios orales de los informantes que fueron recolectados por medio de entrevistas y fuentes orales al espacio de la escritura y la imagen; por otro, la vertiente periodística, pues sus autores investigan y se documentan recurriendo a los registros de la prensa, la historiografía y los informes de la cvr. En cuanto a su genealogía, hallamos un campo cultural poco explorado que excede a la cultura pop y el público juvenil asociados generalmente a la historieta: me refiero al género historia gráfica en su vertiente independiente y autobiográfica, como también a sus vinculaciones con el testimonio etnográfico. Entre los referentes ineludibles que sin duda configuran en sí mismos un corpus, encontramos Maus (1977), de Art Spiegelman; From Hell (1991), de Alan Moore; y Gen (1973), de Keiji Nakazawa, por ejemplo. Asimismo, Rupay se vincula con el arte popular peruano que desde hace tiempo desarrolla una secuencia narrativa y un afán de denuncia: los mates burilados, los murales en iglesias, las tablas de Sarhua y, principalmente, los retablos ayacuchanos y Chungui… de Edilberto Jiménez Quispe.
En el arte popular peruano encontramos las problemáticas medulares que conciernen a las búsquedas etnográficas y poéticas conjuntas. Esta confluencia se vislumbra tanto en las crónicas coloniales de Guaman Poma de Ayala como en la producción moderna de José María Arguedas que combina relato antropológico con visión poética para aprehender el mundo andino. De ese modo, puede trazarse una continuidad en el sistema literario y cultural andinos que desde la Colonia se extiende hasta el testimonio visual de la violencia política.
Los procedimientos que se emplean en Rupay resultan semejantes a los empleados en el testimonio etnográfico, sus procesos de traducción y las problemáticas que de ellos se desprenden. La vuelta de tuerca del género testimonial, en todo caso, reside precisamente en la incorporación de la imagen durante el proceso de mediación y sus vinculaciones con el arte popular andino que pueden leerse como narrativas visuales secuenciales que comunican aquello que se escapa a la voz y a la letra.
En algunas historias narradas en Rupay, el trazo y la voz confluyen para proponer otras memorias que se escapan de los archivos, la memoria letrada, los papeles y los registros documentales como fotografías y filmaciones. Entre las estrategias empleadas, resulta interesante que, en el orden de lo lingüístico, se recurra a la ficcionalización de la oralidad: el empleo de diminutivos “Ay, diosito, ¿por qué? ¿por qué mi hijito?” (Cossio; Rossell; Villar 2014: 27); el uso del pretérito perfecto compuesto “Nos han dicho ‘Maten gente que no conozcan’ […] Nos han dicho eso al final de la semana” (Cossio; Rossell; Villar 2014: 69); la duplicación del objeto directo “¡Dejen a mi hermano, a él toda la comunidad le ha obedecido!” (2014: 103), la inclusión de quechuismos “Siguen ahí esos jijunas” (2014: 51), variaciones en la sintaxis “a ese mi hijo nos han quitado de mi casa los militares” (2014: 133). Del mismo modo, incorpora el uso de onomatopeyas para reproducir sonidos de disparos, horas de sueños, motores de automóviles, portazos, golpes, entre otros (véase figura 6).
Asimismo, añade en las viñetas fragmentos de huaynos en quechua, compilados por Arguedas en Canto Kechwa (2012), que mantienen un tono doloroso y esperanzador. En Rupay, el huayno se traduce lingüísticamente al español (véase figura 7): “Orkopi ischu kaaskay (He prendido fuego en la cumbre) / Kasapi ischi kaaskay (He incendiado el ischu de las montañas) / Jinarallakchus rupachkan (¡anda, pues! ¡apaga el fuego con tus lágrimas! / Jinallarakchuss raurachkan (¡Llora sobre el ischu ardiendo!)” (Cossio; Rossell; Villar 2014: 17).
Estos fragmentos, que poseen un conmovedor tono poético, explican la elección del título, Rupay, a partir de la escena de la quema de las actas electorales en el pueblo de Chuschi, episodio que da inicio al conflicto armado. Estas líneas actúan como un vaticinio de la tragedia colectiva que ocurrirá en la sierra: se ha prendido en las montañas un fuego que sólo será apagado con lágrimas. Este pasaje en quechua y su traducción entre paréntesis da cuenta de un doble estatuto de lectores que prevé el
cómic: tanto los quechuahablantes que reconocen sin inconvenientes
el significado, como los hispanohablantes que pueden acceder al significado en la traducción entre paréntesis. El uso de los paréntesis, asimismo, indica que la traducción en español está en un segundo rango, lo que puede marcar una diferencia, aunque sea sólo en ese fragmento de la historieta, con la narrativa indigenista. La narrativa indigenista del siglo xx pensaba en un lector ajeno al mundo serrano por lo que incorporaba traducciones y glosarios, con los que marcaban la norma de mayor prestigio (el español) y la de menor prestigio (el quechua, por ejemplo).
En el orden de lo icónico, la apuesta por estrategias vanguardistas es mayor: hallamos influencias provenientes del cine, por un lado; e incorporaciones a modo de collage de recortes de periódicos, fotografías, mapas, explicaciones de episodios históricos e, incluso, dibujos de los testimonios recogidos por Edilberto Jiménez, por otro. Entre los procedimientos cinematográficos, es ineludible el uso de los planos que evocan el registro estético del western trasladado, en este caso, al escenario andino. Esta estrategia visual bien podría entenderse como un caso de transculturación (Rama 1984) o de diglosia cultural (Lienhard 1996), pues yuxtapone o pone en negociación diferentes registros y tradiciones. Del mismo modo sucede con la incorporación del entintado rojo en aquellas viñetas coloreadas en blanco y negro, lo que recuerda a Sin city, tanto en su versión del cómic como en su adaptación cinematográfica, dirigida por Tarantino, Rodríguez y Miller. El empleo del rojo aparece en el cómic para colorear el escudo y la bandera peruanos, pero también el paño comunista —con la estampa del martillo y la hoz— y el senderista; y sobre todo colorea la sangre de los golpes, las violaciones, las mutilaciones y los asesinatos (véase figura 8). Con este recurso, reaparece la matriz trabajada en la muestra artística Banderas, de Tokeshi, que refiere al modo en que la nación peruana se ensangrentó con asesinatos, violaciones a los derechos humanos y desplazamientos (Vich 2015).
Ahora bien, nos detendremos brevemente en el análisis de la historieta Uchuraccay, enero de 1983, que corresponde a las versiones alrededor de los asesinatos de los ocho periodistas y su guía. Uchuraccay… se inicia con una cartela donde la voz de un narrador anoticia la muerte de unos senderistas por parte de los comuneros y los elogios que al respecto profirió el gobierno. Luego, le siguen los interrogantes y las hipótesis que genera este confuso hecho en las voces de periodistas opositores: “Puede ser que algunos policías hayan dirigido el linchamiento. / También es posible que esos supuestos ‘senderistas ajusticiados’ sean en verdad campesinos muertos por algún abuso policial” (Cossio, Rossell y Villar 2014: 63). En la siguiente viñeta, el narrador avanza: “Para indagar sobre la situación en Huaychao, varios periodistas viajan a Huanta. Allí se intercambia información o se busca datos ocultos” (2014: 63). Desde el inicio, lo que está en juego son las versiones que circulan y el periodismo busca despejar lo que ocurrió. Así se suceden las batallas que las diversas memorias están librando en torno a lo ocurrido en Uchuraccay, en particular, y en Perú, en general. Luego, el narrador genera el suspenso sobre el destino de los periodistas a través de un interrogante, abriendo así una compuerta para inferir lo ocurrido y reconstruir sus distintas versiones: “Pero los periodistas nunca llegaron a Huaychao. En Uchuraccay, fueron muertos a golpes junto al guía Juan Argumendo. ¿Qué sucedió ese día?” (2014: 67). En este punto se intercalan —junto al relato y los dibujos, cuyos rellenos varían entre el rayado y el punteo— las fotos emblemáticas sacadas por los mismos periodistas asesinados, las noticias de los periódicos con la llegada de la comisión liderada por Vargas Llosa y las conclusiones del informe que redundan en la barbarie de los comuneros (ver figuras 9 y 10).
Esta resulta ser la versión hegemónica que, al comprometer el salvajismo y el primitivismo de los campesinos, deja libre de responsabilidad y de sospechas al Estado. Pero, una vez más, el narrador abre un cuestionamiento y recupera los testimonios de los comuneros, recurriendo a una oralidad ficcionalizada para dar mayor verosimilitud a la construcción de los informantes:
¿Pero fueron las autoridades de Uchuraccay presionadas por policías o militares para azuzar al pueblo a ejecutar la matanza? / El mismo día que fueron desenterrados los cadáveres, el periodista Luis Morales recogió algunos testimonios… / Nos han dicho “Maten gente que no conozcan” que saquemos ojos, jalemos lenguas/ Sinchis nos dijeron… / Nos han dicho eso al final de la semana (Cossio, Rossell y Villar 2014: 69).
La historieta, sin embargo, introduce también las otras versiones por medio del recorte de noticias y dibujos realizados por la comunidad: “¿Qué sucedió realmente en Huaychao?” (2014: 72). En las siguientes viñetas avanza sobre las otras voces de los involucrados acompañadas por fotomontajes elaborados con las notas de los familiares de los periodistas y los retratos hechos a mano por parte de la comunidad: “Los pobladores de Ayacucho tienen su propia versión de lo ocurrido en las alturas de Uchuraccay” y “Hasta hoy, los familiares de los periodistas asesinados creen que los verdaderos culpables no han enfrentado su responsabilidad en este crimen”.
La historieta finaliza con una denuncia que, por medio de una mínima adjetivación y un relato sobrio y urgente, evidencia el posicionamiento desde el que se enuncia el resultado (ver figura 11). Los medios han construido un estereotipo sobre los habitantes de Uchuraccay (“¡Bestias!”) que termina estigmatizándolos, obligándolos al desplazamiento y convirtiéndolos en víctimas tanto de la violencia de los senderistas como de las fuerzas armadas. En los años siguientes habrá una mirada distanciada y condescendiente que será decisiva para que los sectores metropolitanos dejen de lado la violencia sufrida por la población campesina en los Andes. Ello producirá una nueva oleada migratoria: “Para agosto de 1984, Uchuraccay era un pueblo fantasma” (2014: 72).
Ponciano del Pino (2003) aborda cómo se construyen las memorias en las comunidades locales que están alejadas espacial y simbólicamente de los centros urbanos. Las violencias en estos territorios nunca son “nuevas”, sino que se inscriben en tiempos de larga duración, por eso, es necesario relevar los mecanismos imaginarios e institucionales que permiten la violencia y moldean identidades colectivas. Desde este marco, Ponciano del Pino piensa los relatos alrededor del trágico episodio de Uchuraccay y, desde este lugar, sus apreciaciones coadyuvan a entender por qué los autores de Rupay eligen este hecho histórico y dirigen de un modo evidente su lectura hacia las voces de los otros actores. Uchuraccay es relevante porque propició un campo de lucha entre distintas memorias: se tensionaron las voces de gremios, intelectuales y Estado y en cambio, las voces e interpretaciones de los uchuraccaínos quedaron silenciadas. Por eso, resulta central recuperar sus historias personales y comunales, como también ahondar en las percepciones e interpretaciones locales sobre el trágico episodio.
A modo de conclusión
Del encuentro de Cajamarca, Cornejo Polar rescata la fuerza interpretativa del episodio que se narra una y otra vez, pues en él se halla el “grado cero” del encuentro entre la oralidad y la escritura. De allí que se preocupe por confrontar las diversas versiones de las crónicas de la Conquista que narraban, desde los conquistadores, tal encuentro. Por mi parte, propongo pensar que algunos dispositivos artísticos visuales como las fotos íconos y las historias gráficas, por ejemplo, reactualizan el testimonio andino, dándole una vuelta de tuerca e inscribiéndose en la tradición de Guaman Poma de Ayala y de José María Arguedas. Al pasaje entre oralidad y escritura, se incorpora la imagen como el medio por el que se pretende tramitar aquello que ha quedado en lo indecible.
Quispe Agnoli habla del discurso chillón de la imagen en Guaman Poma como aquello que no se puede decir; Kimberley Theidon recupera la noción de los llakis como los pensamientos penosos cargados de afecto en el corazón doliente; y José María Arguedas, en Canto quechua, persuade a llorar sobre el incendio para apagar el fuego con las lágrimas. Sin duda, el dolor indecible de la violencia política, que anida en los procesos de la Conquista y la Colonia y se actualiza en Perú que se jodió, al decir de Vargas Llosa, encuentra en la imagen, la fotografía o el arte popular las materialidades y las corporeidades para tramitar los duelos.
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1 Universidad Nacional de Salta, Argentina (campuzanobetina@hum.unsa.edu.ar).
2 En adelante cvr.
3 En este capítulo que analiza las crónicas del encuentro de Cajamarca entre Atahualpa, Valverde y Pizarro, y que resulta indispensable para abordar los procesos de traducción, dice el crítico peruano: “me interesa examinar lo que bien podría denominarse el ‘grado cero’ de esa interacción; o si se quiere, el punto en el cual la oralidad y la escritura no solamente marcan sus diferencias extremas, sino que hacen evidente su mutua ajenidad y su recíproca y agresiva repulsión. Ese punto de fricción total está en la historia y hasta —en la andina— tiene una fecha, unas circunstancias y unos personajes muy concretos. Aludo al ‘diálogo’ entre el Inca Atahuallpa y el padre Vicente Valverde, en Cajamarca, la tarde del sábado 16 de noviembre de 1532” (Cornejo Polar 1994: 26).
4 Con “grado cero”, Roland Barthes se refiere a “esa tercera dimensión de la Forma [que] también une, no sin algún sentido trágico suplementario [al] escritor a la sociedad” (Barthes 2011: 13). Es decir, se trata de un elemento neutro que no se integra a las polaridades. En un sentido similar, Cornejo Polar (1994) recurre a la misma expresión para referirse a las complejas interacciones entre oralidad y escritura en los escenarios de violencia colonial en el mundo andino. Quizás, en estas tradiciones, se asiente la afirmación de Carlos Iván Degregori para referirse al dolor indecible, a ese “grado cero” de los cadáveres desaparecidos o que se hallan en fosas comunes.
5 Mamá Angélica es el seudónimo con el que se conoce a Angélica Mendoza de Ascarza (Ayacucho, 1929-2017), campesina y activista de derechos humanos, quien fundó junto a otras madres la Asociación Nacional de Familiares de Secuestrados, Detenidos y Desaparecidos (anfasep), organismo dedicado a la búsqueda de los desaparecidos durante los años de terror.
6 Pienso en las escrituras de Daniel Alarcón o de Santiago Roncagliolo, por ejemplo. Me refiero al cuento “Lima, Perú, 28 de julio de 1979” (2006) del primero. En este relato, su protagonista es el encargado de matar a los perros y colgarlos en los postes de luz, siguiendo las órdenes de la dirigencia de Sendero Luminoso. La misma imagen aparece en la novela policial de Santiago Roncagliolo, Abril rojo, cuando retrata el clima de guerra que irrumpe en la cotidianeidad: “A la mañana siguiente, se levantó temprano para ir a su trabajo. A las siete, los policías ya estaban en pie pintando las fachadas de la casa. Esa noche tampoco habían colgado perros” (Roncagliolo 2006: 126).
7 Las fotografías que se incluyen aquí forman parte del libro Yuyanapaq. Para recordar. Relato visual del conflicto armado interno 1980-2000. Lima: Pontifica Universidad Católica del Perú Fondo Editorial, 2003, así como del banco de imágenes del periodo de la violencia, administrado por el Centro de Información de la Defensoría del Pueblo. Las fotos de libre acceso pueden consultarse en http://www.cinfodefensoria.pe/cverdad/apublicas/galeria/list_categorias.php.
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