Importancia del Istmo centroamericano en la política exterior de México en el siglo XXI
Resumen:
el presente artículo tiene como finalidad revisar la importancia del istmo centroamericano, particularmente en la política exterior de México en el siglo XXI, luego de que se han impulsado proyectos y programas que pretenden revertir las condiciones estructurales que han incidido para que prevalezca un alto margen de desigualdad en su población y, como consecuencia, que se genere una migración forzada. Se expone, por ello, un breve contexto de la región, a fin de entender el proceso histórico de las condiciones políticas, económicas y sociales que convergen en esos países.
Received: 2022 October 14; Accepted: 2023 February 21
Keywords: Palabras clave: Política exterior, México, Istmo centroamericano, Política, Migración.
Keywords: Key words: Foreign policy, Mexico, Central american isthmus, Policy, Migration.
Introducción
El istmo centroamericano ha tenido una importancia relevante desde el proceso de colonización debido a su riqueza natural, a su ubicación geográfica y, de manera más reciente, a la dependencia económica con los Estados Unidos; en algún momento las intervenciones que realizó el gobierno de ese país en la región, así como la aplicación de una política económica favorable a la apertura comercial, han desencadenado altos indicadores en desigualdad económica, ahondando en problemáticas tales como: la migración, el narcotráfico, el crimen organizado, la violencia, la desigualdad económica y el desempleo. Las relaciones diplomáticas entre México y Centroamérica han pasado por episodios muy ríspidos, de encuentros y desencuentros, estos últimos por cuestiones territoriales, luego de la disolución de la Unión de las Provincias Unidas de Centroamérica del Imperio Mexicano en 1824, que dificultaría un acuerdo de límites fronterizos hasta 1882. La trayectoria histórica que marcó las primeras décadas de la diplomacia pasó a un clima de cordialidad y, posteriormente, de fortalecimiento tras el surgimiento de las guerrillas en esos países, así como el riesgo inminente de una intervención militar por parte de Estados Unidos, en el marco de la Guerra Fría, que ha favorecido el diálogo hasta la actualidad.
El objetivo del presente artículo es analizar la importancia que tiene el istmo centroamericano en la política exterior de México en el siglo XXI, una región que ha estado presente desde hace varias décadas en la gestión de política exterior del gobierno mexicano, pero que en los últimos años, en particular en la actual administración, se delinearon objetivos, propósitos y proyectos que pretenden promover la cooperación para el desarrollo, con la finalidad de atender las problemáticas estructurales que prevalecen en los países del Triángulo Norte.
Para ahondar en ello, este trabajo consta de tres apartados. El primero, que se titula “El istmo centroamericano; contexto general”, hace énfasis en las características de la región desde el punto de vista de su riqueza natural, así como en algunos de los aspectos en materia política, económica y social que coadyuven a entender parte de su dinámica actual; el segundo se llama “Antecedentes de las relaciones México-Centroamérica”, es una revisión general de los temas que prevalecieron en la agenda y la importancia que tenía la relación entre esa región y las últimas administraciones del gobierno mexicano; en el tercero “Actual política exterior de México hacia Centroamérica (2018-2021)” se identifican los objetivos, propósitos y proyectos vigentes de la diplomacia mexicana respecto a los países del Triángulo del Norte, en particular, subrayando la importancia que se le ha dado a la cooperación para el desarrollo, para afrontar las problemáticas comunes.
El istmo centroamericano; contexto general
El istmo centroamericano es un sitio geoestratégico en las rutas del comercio internacional debido a que tiene frontera tanto en el Océano Pacífico como en el Atlántico. Los países que conforman esa región son: Guatemala, El Salvador, Honduras, Nicaragua, Costa Rica, Panamá y, en algunos casos, también se incluye a Belice.
Se asienta sobre la placa del Caribe con 523 000 kilómetros cuadrados, representa el 1% de la superficie terrestre del mundo y cuenta con el 8% de las reservas naturales del planeta y una gran diversidad geológica, geográfica, climática y biótica. Sus ríos son cortos y delinean fronteras, su flora y fauna alberga especies del norte y del sur de América. Contiene cerca de un millón de especies de organismos diferentes y gran número [de especies] endémicas (Aguilera 2012: 2).
Su ubicación geográfica y su riqueza natural son aspectos que han influido en el interés de las potencias europeas y de Estados Unidos sobre la región; este último ha desempeñado un papel destacado desde la crisis de 1929 “en el ámbito comercial, como consecuencia de la inestabilidad de los mercados en los países de Europa, que era el principal destino de productos como el café, sobre todo Alemania e Inglaterra. Por otra parte, las guerras y pérdida de la hegemonía de las potencias europeas favorecieron [también] la presencia de Estados Unidos en la región” (García y Villafuerte 2014: 328).
El intercambio comercial entre el mercado estadounidense y los productos centroamericanos creó las bases de lo que más tarde sería una estrecha dependencia económica, la cual todavía para la década de los años sesenta del siglo pasado fue compensada por el comercio intrarregional que se llevó a cabo en el marco del Mercado Común Centroamericano (MCC), mecanismo de integración conformado por Guatemala, Honduras, El Salvador, Nicaragua y, posteriormente, Costa Rica.
[El MCC] estableció el libre comercio para la mayoría de los productos procedentes de los países firmantes, regímenes especiales de intercambio para algunas mercancías, el libre tránsito para los vehículos que lo transportaban y el mismo tratamiento que a las compañías nacionales para las empresas de los otros Estados que inviertan en la construcción de carreteras, puentes, sistemas de riego, electrificación, vivienda y otras obras vinculadas al desarrollo de la infraestructura regional (Paéz y Vázquez 2008: 143).
La integración centroamericana favoreció el comercio entre los países miembros, no obstante, ese proceso se interrumpió a consecuencia de la guerra entre El Salvador y Nicaragua, la denominada “Guerra del futbol” en 1969, que provocó la ruptura de relaciones diplomáticas entre ambos estados y afectó directamente la estructura del MCC, es decir, “tuvo el efecto de desquiciar las relaciones y la confianza, sobre las que se basaba el ideal de integración centroamericana” (Gerstein 1971: 552), minando la posibilidad de su reactivación económica.
Además, esas condiciones se conjugaron durante la década de los ochenta del siglo pasado con la crisis de la deuda externa y la caída de los precios del petróleo que evidenciaron “el agotamiento de los modelos de desarrollo anteriores, basados en la sustitución de importaciones como política macroeconómica fundamental, que dio lugar en el subcontinente a una profunda crisis económica de carácter recesivo, a un hipertrofiamiento del Estado, y al tremendo endeudamiento” (Jérez 1994: 6). Lo que se conoció, de acuerdo con la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), como “la década perdida de América Latina”.
El nulo crecimiento económico ahondó las dificultades socioeconómicas provocando la movilización de las capas populares y el surgimiento de guerrillas en la región que exigían mejores condiciones de vida, lo que generó una fuerte confrontación con las fuerzas conservadoras que dirigían los gobiernos de esos países. La situación se exacerbó por el despliegue de la guerra contrainsurgente o guerra de baja intensidad que lideró Estados Unidos en la región para contener el comunismo, debido al desenvolvimiento de la Guerra Fría, y para mantener sus intereses geoestratégicos en la zona.
La operación militar denominada guerra de baja intensidad, de acuerdo con un manual de seguridad nacional estadounidense, es: “el procedimiento militar de naciones y organizaciones para usar la fuerza o la amenaza del uso de la fuerza limitadamente para lograr objetivos políticos, sin llegar al empleo máximo de recursos y empeños que caracterizan las guerras de supervivencia o conquista entre Estados nacionales” (González 2013: 210). Es decir, fue una estrategia que consistió en dar entrenamiento y armamento a los gobiernos de corte dictatorial de Guatemala y El Salvador para evitar que las guerrillas tomaran el control en sus respectivos países.
Aunado a ello, el gobierno estadounidense propuso el Proyecto de Asistencia Económica para Centroamérica, se trataba de un plan para hacer frente a los efectos de la crisis de la deuda externa pero que en la práctica fue una disposición relacionada con la guerra de baja intensidad, pues gran parte del apoyo económico fue destinado al área militar.
[El Proyecto] más conocido como Plan Reagan, dirigido a defender los intereses estadounidenses en la Cuenca del Caribe, a través de varias medidas en las áreas del comercio, las inversiones y la ayuda financiera. Para ello destinó 824 millones de dólares distribuidos en El Salvador, Jamaica, Costa Rica, República Dominicana, Honduras, Haití y Guatemala. Paralelamente ejecutó un plan de asistencia militar adicional de 60 millones de dólares que se le sumarían a los 106 millones ya contemplados para 1982 (González 2013: 209).
La intervención de Estados Unidos en los países del istmo dio como resultado que la confrontación entre las fuerzas conservadoras y las guerrillas se prolongara, por el suministro de armamento, el entrenamiento y adiestramiento. Para el caso de Nicaragua, esas actividades se reforzaron aún más, y asfixiaron el triunfo de la Revolución Sandinista,1 facilitando las operaciones de la contrainsurgencia, mejor conocida como La Contra,2 para evitar que la experiencia nicaragüense fuera tomada como ejemplo en otros países latinoamericanos.
Por lo que “ante el conflicto centroamericano (cuyos actores son los movimientos guerrilleros progresistas en Guatemala, Honduras y El Salvador, los gobiernos autoritarios en estos tres países, el gobierno de Nicaragua y la intervención militar de Estados Unidos)” (Rocha 2006: 332), tuvo lugar una diplomacia activa de varios gobiernos latinoamericanos, entre ellos México, a fin de sentar las bases del diálogo para dar paso a la negociación de los Acuerdos de Paz y garantizar la transición democrática en esos países. Un proceso que estuvo de la mano con los cambios en la estructura económica y la implementación de las políticas dictadas por el Consenso de Washington.
Los países centroamericanos fueron adoptando estas medidas a lo largo de la década de los noventa del siglo pasado. “Los procesos de pacificación que culminaron con los Acuerdos de Paz en Guatemala, en diciembre de 1996, y la transición a la democracia, [marcaron] una era en la que el capitalismo global exige la apertura de fronteras al comercio y la democracia electoral como ingredientes esenciales para la inversión” (García; Villafuerte 2014: 331).
El comercio intrarregional quedó en segundo plano y la integración económica se orientó a la firma de tratados de libre comercio, primordialmente con Estados Unidos, país con el que se profundizó la dependencia de las exportaciones centroamericanas. De acuerdo con Torres Rivas (2007), son cinco etapas las que van a definir esa nueva fase en la esfera económica de Centroamérica:
i) los cambios en el comercio exterior caracterizado fundamentalmente por la apertura del comercio y la incorporación de nuevos rubros exportables; ii) la aparición de nuevos productos de exportación agrícola y manufacturados; iii) la expansión de la industria maquiladora y las zonas francas que permitieron generar empleos y mejoras en las condiciones sociopolíticas; iv) desarrollo del turismo como consecuencia de la estabilidad política de la región; v) crecimiento de la economía informal, que ya se había perfilado en los ochenta como resultado del estancamiento (García; Villafuerte 2014: 331).
La apertura comercial fue parte medular de los objetivos a los que se orientó la política económica, pero “el Consenso [también] traía referencias a la ‘disciplina fiscal’, ‘la reordenación de las prioridades del gasto público’, ‘las reformas tributarias’, ‘la liberación de las tasas de interés’, ‘los tipos de cambio competitivos’, y ‘el aseguramiento de los derechos de propiedad’” (Torres 2006: 169). Se trató de un marco jurídico que tuvo como principal propósito facilitar el ingreso de capital, es decir, la captación de inversión extranjera directa e indirecta.
La tendencia privatizadora —postulado fundamental de las políticas del Consenso de Washington— se encuentra estrechamente vinculada con el incremento de la IED. De acuerdo con la Cepal (2001), en la segunda mitad de la década de los noventa, la privatización de empresas estatales y la concesión de servicios públicos a empresas privadas constituyeron un gran atractivo para el ingreso de nueva IED en la región, sobre todo en los sectores de telecomunicaciones, energía, servicios sanitarios y transporte, en donde destacan Guatemala y El Salvador (García; Villafuerte 2014: 336).
El resultado de ese cambio fue que casi todos los sectores económicos estratégicos quedaron en manos de capital privado, primordialmente proveniente del extranjero. La industria maquiladora aumentó y los productos del campo que se cultivaban poco a poco fueron sustituidos por las nuevas necesidades de la economía internacional. “El modelo neoliberal significó un cambio en las estructuras de las exportaciones: en la agricultura se produjo el desplazamiento de los productos tradicionales -café, caña de azúcar y banano, fundamentalmente- por los llamados productos no tradicionales -hortalizas, flores y frutas” (García; Villafuerte 2014: 337).
Una de las problemáticas que acarreó dicho modelo económico fue la exacerbación de las condiciones de desigualdad económica.
Las políticas económicas y los programas de estabilización y ajuste estructural implantados en la década de los 80 en toda la región centroamericana —más allá de su racionalidad o de su discutible éxito—, [afectaron] de forma negativa las relaciones familiares, laborales y sociales en general. Las nuevas políticas de combate a la pobreza y las estrategias familiares de sobrevivencia [que se pusieron en marcha fueron] incapaces de cambiar esta realidad (Fernández 1995: 58).
El prácticamente nulo desarrollo económico alcanzado en esa región generó que el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial promovieran una nueva oleada de políticas de ajuste estructural, también conocidas como políticas postConsenso de Washington, de acuerdo con Bustelo (2003), “que incluían cuatro aspectos: 1) mejorar la calidad de las inversiones en capital humano, 2) promover el desarrollo de sistemas financieros sólidos y eficientes, 3) fortalecer el entorno legal y regulatorio, 4) mejorar la calidad del sector público” (García; Villafuerte 2014: 349).
El propósito central de esas políticas fue dar un nuevo dinamismo económico a la región, que derivara en mejorar las condiciones de vida de la población, sin embargo, en la práctica esas medidas únicamente coadyuvaron a que otros sectores de la estructura económica tuvieran una mayor apertura comercial sin que ello reflejara una reducción en los indicadores de pobreza y pobreza extrema.
La ampliación de la apertura económico-comercial se conjugó con la iniciativa estadounidense de crear un Acuerdo de Libre Comercio de las Américas (ALCA), es decir, una zona de libre comercio hemisférica, para finales de la década de los noventa del siglo pasado, que no logró concretarse por la oposición de varios de los países latinoamericanos, pero que inició con la firma de tratados de libre comercio en el ámbito subregional o bilateral.
Las primeras gestiones para concretar un acuerdo de esa índole fueron con los países de Centroamérica, piedra angular, después de México, para hacer posible dicho propósito, mediante el tratado de libre comercio entre los países centroamericanos, República Dominicana y Estados Unidos, conocido como CAFTA-DR, por sus siglas en inglés.
El inicio del proceso de negociación del CAFTA-DR, se remonta al 2001 y se da en el marco de la Reunión del Comité de Negociaciones Comerciales del alca, que reunió a los cinco países de Centroamérica (Costa Rica, El Salvador, Guatemala, Honduras y Nicaragua) y Estados Unidos. A partir de entonces se desarrollaron siete talleres de carácter técnico en el marco de la fase exploratoria, los cuales finalizaron el 16 de septiembre de 2002; sin contar con la participación de República Dominicana ya que este país se incorporó hasta el mes de noviembre de 2003, a unos cuantos meses de que concluyera el proceso de negociaciones del CAFTA-DR (Moreno 2008: 13).
La entrada en vigor del tratado de libre comercio llevó a priorizar nuevamente aspectos de índole comercial que repercutieron en la profundización de la apertura de mercado, donde el campo fue una de las esferas más afectadas, particularmente a consecuencia de la sustitución de cultivos que se inició en las décadas previas y que deterioró la tierra y, a su vez, provocó el desplazamiento de la fuerza de trabajo. La desgravación arancelaria que se inició al amparo del CAFTA-DR sólo consiguió desmantelar el sector agrícola en esos países.
Se acentuaron las asimetrías sociales [y económicas] en detrimento de la población en general, pero sobre todo de la población rural, quienes de manera directa resultan expuestos a la pérdida de sus empleos como consecuencia del desplazamiento de la producción agropecuaria nacional. A efecto de evidenciar los impactos negativos que este tratado tiene en el empleo, basta considerar la progresiva dependencia agroalimentaria, expresa en el crecimiento desmedido de las importaciones estadounidenses, que se traduce en la quiebra de la producción nacional, con la consiguiente destrucción de empleo (Moreno 2008: 21).
La estrategia estadounidense que se desplegó mediante una “integración económica sin agenda social [y más de] inserción a la proyección geopolítica estadounidense del siglo XXI: guerra antidrogas, antiterrorismo y reformulación de las prioridades de seguridad nacional, expresada en el concepto de ‘seguridad democrática’” (UC 2014: 4), dio paso a que la cooperación militar entre Estados Unidos y los países centroamericanos adquiriera mayor relevancia, incluyendo a la región nuevamente dentro de sus proyecciones geopolíticas.
Las nuevas integraciones donde tienen cabida el CAFTA, son una fórmula que permite, bajo la promesa de las inversiones estadounidenses en la región y las exportaciones centroamericanas al mercado de Estados Unidos, una amplia posibilidad de incidir en las decisiones más trascendentes en los países de la región: control de las fronteras, política económica y social, manejo de los recursos naturales estratégicos, presencia de tropas estadounidenses, etcétera (García; Villafuerte 2014: 332).
El desarrollo económico quedó anclado a la prosperidad del comercio, la inversión y la privatización; en el marco del tratado de libre comercio se inició el proceso de desgravación arancelaria de aquellos sectores económicos que aún no habían sido considerados en la apertura comercial, lo que repercutió en que “los indicadores de pobreza se [disparan] y las condiciones de vida de amplios grupos sociales se [hayan] visto socavadas considerablemente. Está cada vez más grande la franja de pobres que sobreviven entre el hambre, la frustración y la violencia cotidiana que rodea sus vidas” (Fernández 1995: 51). La desigualdad económica, el desempleo a consecuencia de la sustitución de cultivos, la pérdida de soberanía alimentaria y el desplazamiento de la fuerza de trabajo se han convertido en parte de los grandes motores del incremento de los flujos migratorios, en su mayoría, con destino a Estados Unidos.
La crisis económica de 2008, con epicentro en Estados Unidos, generó un déficit en la balanza comercial centroamericana, debido a la dependencia entre las exportaciones de esos países y el mercado estadounidense. Ello aumentó las brechas de desigualdad, el desempleo, la pobreza y la pobreza extrema. “Tras la crisis de 2008-2009, la región tuvo un modesto crecimiento que, de acuerdo con la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), comenzó a acelerarse en 2015 hasta llegar a una expectativa del 4.4% regional en 2016. A partir de 2011, de acuerdo con la Secretaría de Integración Económica Centroamericana (SIECA), en la región se observó una desaceleración de la inversión y demanda externa” (Centro de Estudios Internacionales 2017: 4).
Las cifras registradas señalan que “en Guatemala, el 20% más rico de la población concentra más de la mitad del ingreso (50.7%), por lo que el coeficiente de Gini del país asciende a 0.553. Le sigue Honduras, país que también presenta una fuerte desigualdad y cuyo coeficiente de Gini es muy similar al de Guatemala, ya que el 20% más rico concentra el 47% del ingreso” (Castillo 2019: 7).
La profundización de la aplicación del modelo neoliberal en la región, así como la cooperación en el área militar “representó una reconfiguración de su rol como región estratégica ‘incondicional’ para el imperialismo y nuevo orden unilateral estadounidense, de acuerdo con los corolarios históricos de sus doctrinas intervencionistas y con las demandas del mercado internacional que emergieron bajo la nueva institucionalidad económico-financiera neoliberal” (Uc 2014: 8).
Una realidad que se recrudece con el alza de los indicadores de violencia, el tráfico ilícito de sustancias y personas, más los impactos sociales provocados por el cambio climático que se han vuelto más complejos, así como por la pandemia provocada por la Covid-19. Se trata de grandes desafíos no sólo para reactivar las economías de esos países sino también para avanzar en lograr un desarrollo que permee a sus poblaciones.
Antecedentes de las relaciones México-Centroamérica
Las relaciones diplomáticas entre México y el Istmo centroamericano han estado marcadas por encuentros y desencuentros; estos últimos se presentaron cuando se disolvió la Unión de las Provincias Unidas de Centroamérica del Imperio Mexicano en 1824, lo que desencadenó un conflicto por la delimitación territorial entre las provincias y el Estado mexicano, particularmente por el caso de Chiapas. Sumado a que otras regiones como el Soconusco se asumían autónomas tanto de Chiapas, como de México y Centroamérica, haciendo más complejo un acuerdo de límites fronterizos.
El conflicto prevaleció por varias décadas, incluso llegó a temerse por el desenvolvimiento de una guerra, hasta que se logró la firma de un Tratado de Límites en 1882. El acuerdo disipó las fricciones y dio paso a una relación político-diplomática más cordial, con algunos roces pero que no eclipsaron el diálogo. El fortalecimiento de la relación fue a partir de la década de los ochenta del siglo pasado, a consecuencia de las crisis político-militares, a partir de que el gobierno mexicano desplegó una diplomacia activa con la finalidad de impulsar el diálogo, pacificar la zona y reducir el riesgo de una escalada del conflicto en el marco de la Guerra Fría.
La participación de México en el diálogo centroamericano fue a través “del Grupo Contadora (1983), después del Grupo de los Ocho (1985) y [apoyó] los acuerdos de la Cumbre de Esquipulas II (1987). También durante [ese periodo] se firmaron algunos convenios de cooperación económica con países como Nicaragua (1983), Costa Rica, Guatemala, Honduras (1984) y con El Salvador (1986)” (Rocha 2006: 332). Asimismo, se implementó una política de refugio con objeto de dar respuesta al incremento de las solicitudes de asilo de guatemaltecos, hondureños y salvadoreños, que deseaban salir de sus países ante la crisis, dándoles la oportunidad de establecerse en territorio mexicano.
Luego de la firma de los Acuerdos de Paz y de la celebración de comicios en esos países, la tarea de la transición democrática y la reconstrucción del tejido social se convirtió en un asunto de carácter interno y con ello el tema de la crisis fue relegado a un segundo plano. La política exterior de México hacia la región se avocó en sumar esfuerzos para apoyar en la consolidación de las directrices internas mediante la promoción del crecimiento económico y la cooperación para el desarrollo, los dos grandes pilares de la agenda común, aprovechando los esquemas de interlocución político-diplomáticos previamente creados.
La cooperación para el desarrollo, uno de los principios de la política exterior de México, se gestionó “por decreto presidencial, en noviembre de 1990 [al crearse] la Comisión Mexicana para la Cooperación con Centroamérica, entidad intersecretarial integrada actualmente por 23 dependencias del Ejecutivo Federal, [con los] objetivos fundamentales: promover el desarrollo económico y social de los países centroamericanos, y contribuir al fortalecimiento de las relaciones entre México y los países del área” (Alcázar; Mora 2000: 270-271).
Para dar continuidad a las tareas encomendadas a la Comisión se llevó a cabo una reunión diplomática México-Centroamérica, en la que surgió el Mecanismo de Diálogo Político de Tuxtla en 1991, donde los países miembros “suscribieron, entre otros importantes instrumentos, el Acuerdo General de Cooperación, según el cual se comprometían a fortalecer y ampliar la cooperación entre sus países en los ámbitos político, económico, técnico-científico y educativo-cultural” (Alcázar; Mora 2000: 271). La relevancia que adquirió la cooperación propició la firma de diversos acuerdos entre México y Guatemala, El Salvador, Honduras, Costa Rica y Panamá, dentro de los que destacan:
seis de cooperación técnica y científica, con Belice (1995), El Salvador (1995), Honduras (1995), Nicaragua (1995), Costa Rica (1995) y Guatemala (1998); cuatro de cooperación educativa y cultural, con Costa Rica (1995), El Salvador (1997), Honduras (1998) y Nicaragua (2000); otros tres relativos a la protección y restitución de monumentos arqueológicos, artísticos e históricos, de los cuales uno fue firmado con El Salvador (1990) y dos con Belice (1990 y 1991); y, por último, cuatro más, suscritos con Belice (1990), Nicaragua (1990), Honduras (1990) y El Salvador (1990), en materia de cooperación turística (Toussaint y Garzón 2017: 33).
Durante la II Cumbre del Mecanismo de Tuxtla, celebrada en Costa Rica en 1996, los representantes diplomáticos avanzaron en delinear la estructura institucional que guiaría ese espacio de concertación política. Y durante la III Cumbre del Mecanismo de Tuxtla celebrada en 1998 en El Salvador, acordaron el establecimiento del Programa de Cooperación Regional México-Centroamérica, con el objetivo de crear instrumentos que permitieran dar coordinación a los esfuerzos en materia de cooperación, relacionados estrechamente con el desarrollo económico. Además, durante ese mismo encuentro, los gobiernos participantes crearon marcos de colaboración en materia de complementariedad económica, energética y sobre deuda externa.
Cabe destacar que los Acuerdos de San José fueron una iniciativa de México y Venezuela, firmados en 1980,
[los cuales] consiste[n] en dejar el importe total de la factura petrolera para el desarrollo de proyectos productivos, distribuyéndose los recursos de la siguiente manera: 20% a depositar al Banco Central de cada nación destinados a proyectos productivos, y el resto se [integraría] en depósitos o un fondo de confinamiento manejado por el BID, con el propósito de utilizarlos en nuevos préstamos para la región (Villafuerte 2004: 48).
Su contenido se fue ajustando conforme se avanzó en las reuniones de México con los países centroamericanos, pero dejó de funcionar formalmente en 2008.
La liberalización y apertura de mercado que se implementó en México, luego de las recomendaciones del Consenso de Washington, implicó que el aspecto económico-comercial se tornara como un eje prioritario; sus relaciones internacionales se concentraron en la firma de tratados de libre comercio, por lo que Centroamérica no fue la excepción. Si bien la cooperación para el desarrollo se mantuvo como parte de los intereses de la agenda regional, fue de índole complementaria a los logros que se obtuvieran en el plano comercial.
El primer TLC que firmó el gobierno mexicano fue con Costa Rica en 1994, el cual entró en vigor en 1995; el segundo fue con Nicaragua en 1997, y entró en vigor en 1998; el tercero fue con Guatemala, Honduras y El Salvador o Triángulo del Norte de Centroamérica en 2000, y entró en vigencia en 2001 (Cairo; Preciado; Rocha 2007: 31). De acuerdo con Aguilar (2003), “el objetivo del tratado consistía en ampliar y normar sus relaciones comerciales, incrementar las oportunidades de mercado para la industria, el agro y el comercio, beneficiar a los consumidores con más y mejores productos, atraer inversión extranjera que ayudara a generar empleos, y contar con un mecanismo de solución de controversias comerciales” (Toussaint; Garzón 2017: 35).
El Mecanismo de Tuxtla, por su parte, se convirtió paulatinamente en una plataforma importante para dinamizar y profundizar la agenda económico-comercial entre México y los países de Centroamérica. “Fue un instrumento que facilitó la implementación de políticas neoliberales y enganchó a Centroamérica al tren de la globalización” (García; Villafuerte 2014: 324). Desde luego con el objetivo de fondo de, en algún un momento, concretar el alca y, además, asegurar un rol destacado de Estados Unidos en rubros estratégicos tales como: inversiones, infraestructura, exportaciones, fuerza de trabajo, etcétera.
Así, el especial interés en llevar a un plano más dinámico esos tratados de libre comercio y avanzar en la consolidación de un bloque más sólido generó que durante la IV Cumbre celebrada en 2000, los gobiernos de estos países incluyeran como punto de referencia la “región mesoamericana” y/o “comunidad mesoamericana”, es decir, rasgo distintivo bajo el cual se promovió la integración económica entre los países miembros. Además, como parte de los resultados de esa reunión se celebró “la incorporación del Congreso de México como observador del Parlamento Centroamericano (Parlacen); se [respaldó] el TLC México-Triángulo de Norte” (Cairo; Preciado; Rocha 2007: 30).
Un año después, mediante una cumbre extraordinaria convocada por el gobierno de México, durante la administración de Ernesto Zedillo Ponce de León, se dio a conocer el Plan Puebla-Panamá que: “[representó] uno de los proyectos de modernización neoliberal y apertura global para integrar al sur-sureste de México y Centroamérica, como región de libre tránsito de mercancías entre las principales regiones económicas del mundo: Norteamérica, el sureste asiático (China, Japón y los Tigres Asiáticos) y la Unión Europea” (Preciado; Villarruel 2006: 26).
Si bien en un inicio se reiteró que había un especial interés por mejorar las condiciones socioeconómicas de la población y que se trabajaría por una agenda social, en la práctica no se dio el mismo seguimiento a dichos proyectos que a aquellos vinculados a lo económico-comercial. “El Plan Puebla Panamá (PPP) [fue] otro instrumento importante que [permitió] crear las condiciones para el buen funcionamiento del ‘nuevo estilo de desarrollo’ bajo las directrices del postconsenso de Washington: creación de infraestructura carretera, puertos, aeropuertos y telecomunicaciones” (García y Villafuerte 2014: 351).
Los resultados del Plan Puebla Panamá fueron bastante limitados y después de un diagnóstico sobre sus avances “surgió el Proyecto Mesoamérica, como una nueva estrategia de cooperación, integración y desarrollo, el cual estaría integrado tanto por los antiguos miembros -México, Belice, Guatemala, El Salvador, Honduras, Nicaragua, Costa Rica y Panamá- como por Colombia y República Dominicana, que se sumaron como nuevos participantes” (Toussaint; Garzón 2017: 36).
Algo relevante que incluyó esta nueva iniciativa tiene que ver con la esfera militar, la cual estuvo latente en las anteriores declaraciones conjuntas, pero en “la llamada Declaración de Villahermosa, que corresponde a la X Cumbre del Mecanismo de Diálogo y Concertación Política de Tuxtla, celebrada el 28 de junio de 2008 […] Nueve de los setenta puntos de la referida declaración aluden a la delincuencia organizada y su adhesión a la Iniciativa Mérida” (García; Villafuerte 2014: 351). La atención que recibieron esos puntos en esa declaración muestra la articulación del desarrollo a la militarización de la región, con el fin de resguardar los recursos naturales estratégicos.
Por otro lado, la renovación y reestructuración del Proyecto Mesoamérica tenía como propósito dar respuesta a los altos indicadores de desigualdad económica, al incluir ejes de colaboración en materia de salud, cambio climático y vivienda; no obstante, los programas que emanaron de la iniciativa terminaron dando prioridad nuevamente a la esfera económico-comercial: infraestructura, modernización carretera, inversiones y expansión de las maquiladoras.
Más bien, el Proyecto Mesoamérica centró sus horizontes en el desarrollo económico en términos de competitividad y productividad, poniendo el énfasis en la implementación de estrategias encaminadas a incrementar los intercambios económicos, comerciales y de inversión entre los países de la región, a garantizar el libre tránsito de mercancías, a contribuir al fortalecimiento de los tratados de libre comercio, a impulsar la construcción de infraestructura en función de necesidades meramente económicas, así como a favorecer la entrada de capitales privados para la ejecución de los distintos proyectos (Toussaint; Garzón 2017: 38).
Al “no [tener] ninguna iniciativa para inversiones productivas, más bien se busca aumentar la instalación de maquiladoras en toda la región, que destacan por aprovechar la mano de obra barata” (López 2009: 137). Ante ese panorama el tema del desarrollo siguió vinculado a los ejes de competitividad y productividad, dejando de lado los aspectos de índole social.
El Mecanismo de Tuxtla incorporó otros temas que empezaron a tener gran relevancia como el fenómeno migratorio, la desigualdad económica, el impacto social del cambio climático y la salud; pero ninguno de ellos generó un acuerdo o iniciativa de las mismas proporciones o relevancia que los relacionados a los aspectos económico-comercial, al menos en ese marco de diálogo; en la práctica no se logró incluir medidas que coadyuvaran a reducir los márgenes de desigualdad y favorecieran la agenda social. Los acuerdos de complementariedad económica o tratados de libre comercio, así como los megaproyectos como el Plan Puebla Panamá o el Proyecto Mesoamérica, fueron mucho más importantes debido a que estaban orientados a la estrategia de inserción económica internacional.
Por otra parte, se llevó a cabo la Conferencia para la Prosperidad y Seguridad en Centroamérica, celebrada en Miami en 2017, convocada por los gobiernos de México y Estados Unidos, con la participación de los mandatarios de los países centroamericanos, con el objetivo de “discutir las políticas y acciones para promover ‘el desarrollo sostenible e incluyente’ que permitan una mayor inversión, crecimiento y mejora de las condiciones de los ciudadanos de la región. En ese sentido, los temas abordados fueron la integración regional, el desarrollo de infraestructura y la conexión de los mercados energéticos” (Centro de Estudios Internacionales 2017: 25).
El crimen organizado y el narcotráfico fueron temas que también estuvieron presentes, se acordó como medida idónea el incremento del apoyo económico en el área militar para contrarrestar esos flagelos.
El ingrediente nuevo es que a la prosperidad se añade el tema de seguridad, ya explícito en la ayuda de los 750 millones de dólares otorgada por el gobierno de Estados Unidos para la APTN. De esta manera comienza a dibujarse una especie de Acuerdo para la Seguridad y Prosperidad para el Triángulo Norte de Centroamérica -ASPTNCA-, donde de manera más clara se coloca el componente de seguridad (Villafuerte 2018: 100).
El diálogo político entre México y los países centroamericanos estuvo altamente concentrado durante esas décadas en la cuestión del crecimiento económico mediante la firma de tratados de libre comercio, promoción de proyectos productivos y, de manera más reciente, sobre todo a raíz de la criminalización de la migración en la política de Estados Unidos, a la seguridad. Sin embargo, esa agenda no logró impactar en los indicadores de desarrollo económico.
Actual Política Exterior de México hacia Centroamérica (2018-2021)
El triunfo electoral del Movimiento de Regeneración Nacional (Morena) en julio de 2018, como resultado de una participación histórica por parte de la ciudadanía mexicana y como consecuencia del deterioro de los partidos políticos tradicionales, así como del estancamiento económico, marcó un cambio de rumbo en la política de ese país. Por lo que el Plan Nacional de Desarrollo (PND) 2019-2024 presentó un diagnóstico de las consecuencias de la implementación del neoliberalismo, señalando el incremento de las desigualdades socioeconómicas de la población mexicana, como una de las principales.
La aplicación de los preceptos del Consenso de Washington en el país se [tradujo] en un desarrollo desestabilizador que incrementó las dificultades y los obstáculos para la convivencia y que generó una oligarquía político-empresarial. Lejos de superar o atenuar los aspectos políticos y sociales más inaceptables del desarrollo estabilizador, el neoliberalismo los acentuó y los llevó a niveles generalizados: la corrupción, el carácter antidemocrático de las instituciones y la desigualdad, entendida ésta no sólo como una diferenciación creciente entre segmentos de la población sino también entre regiones del país y entre el campo y la ciudad (DOF 2019).
Revertir esos procesos en las esferas social, económica y política tanto en la ciudad como en el campo, serían los desafíos para el nuevo gobierno, que contempló la creación de programas, proyectos e iniciativas trasversales para modificar esas condiciones y favorecer el desarrollo del país, haciendo hincapié en que lo más importante era contribuir al bienestar de la población.
La política exterior se entendió como un reflejo de la política interna, es decir, la primera debía estar alineada a las necesidades de la segunda, en palabras de López Obrador: “la mejor política exterior es la interior” y señaló la importancia de recuperar “la tradición diplomática del Estado mexicano que tan positiva resultó para [el] país y para el mundo y que está plasmada en la carta magna” (DOF 2019), la cual se refiere primordialmente a retomar la importancia de los principios del Derecho Internacional Público, tales como: autodeterminación de los pueblos, no intervención, solución pacífica de controversias en el quehacer diplomático mexicano, así como los fundamentos de política exterior como la Doctrina Estrada.
Una de las primeras tareas que fijó el nuevo gobierno fue retomar los lazos de amistad y cooperación con los países latinoamericanos, primordialmente con los países centroamericanos, a fin de reencauzar el contenido de la agenda regional. Para ello, la reconfiguración de la relación diplomática implicó, en primera instancia, la creación de programas sectoriales con el objetivo de promover el desarrollo económico de la zona y frenar la migración forzada, sobre todo porque esta última se identificó como una de las graves consecuencias de la implementación del neoliberalismo en esos países, debido al incremento de la pobreza y la pobreza extrema.
Se espera que los programas sociales sectoriales tengan una incidencia concreta en la mejoría de las condiciones de vida en las principales zonas expulsoras de mano de obra y que los proyectos regionales de desarrollo actúen como “cortinas” para captar el flujo migratorio en su tránsito hacia el norte: el Tren Maya, el Corredor Transístmico y la Zona Libre de la Frontera Norte generarán empleos y condiciones de vida digna para atraer y anclar a quienes huyen de la pobreza (DOF 2019).
La contención que había caracterizado a la política migratoria mexicana cambió debido a que “López Obrador, buen conocedor de las condiciones imperantes en el sureste mexicano y en la frontera sur, invitó a los migrantes centroamericanos a avanzar sin temor a través de México, en donde les prometió que serían bien recibidos, apoyados e incluso financiados. Ofreció visados y empleos” (Ruiz 2019: 5). La posición del nuevo gobierno se tradujo en una política de puertas abiertas y conllevó el incremento de visas humanitarias, lo que generó el Programa Emergente de Emisión de Tarjetas de Visitante por Razones Humanitarias (TVRH).
Por otro lado, las autoridades migratorias mexicanas extendieron la iniciativa de “tarjetas de trabajador fronterizo y visitante regional, un programa que operaba para Guatemala y Belice, a hondureños y salvadoreños […] ‘A lo largo de 2019, el INM comenzó a ofrecer tarjetas de visitante regionales a salvadoreños y hondureños, pero no otorgó tarjetas de trabajadores fronterizos a estas nuevas nacionalidades’” (Serrano 2021: 150).
La emisión de las TVRH fue en ascenso ya que se llevó a cabo “la entrega de casi 21 mil tarjetas a hondureños, salvadoreños y guatemaltecos, principalmente en atención al fenómeno de las caravanas de migrantes centroamericanas entre noviembre de 2018 y febrero de 2019” (Torre Cantalapiedra 2021: 154), para 2020 el porcentaje registrado por las autoridades fue para “Honduras, 17.4%; El Salvador, 6.9%; Guatemala, 2.8%” (Torre Cantalapiedra 2021: 153), uno de los factores primordiales de la baja de solicitudes está relacionada al confinamiento mundial y al cierre de fronteras por la pandemia de la Covid-19, que redujo el flujo migratorio.
Por su parte, la Secretaría de Gobernación y la Secretaría de Relaciones Exteriores dieron a conocer la Nueva Política Migratoria (2018-2024) que pretende cambiar el enfoque por uno humanitario, crear los marcos normativos e institucionales que generen una gestión migratoria que vele por la protección de los derechos humanos, promueva la corresponsabilidad mutua entre los gobiernos y la cooperación para el desarrollo.
México fue el primer país en adoptar sus políticas migratorias para darle cumplimento a los principios del Pacto Mundial sobre Migración, también conocido como Pacto de Marrakech, acordado por los Estados miembros de la Organización de las Naciones Unidas, con el fin de proteger a los inmigrantes indocumentados y generar condiciones para garantizar su paso seguro, ordenado y regular (Huerta 2019: 116).
Aunado a ello, para atender las causas estructurales del fenómeno migratorio “el día de su toma de posesión, el 1 de diciembre de 2018, el nuevo presidente mexicano firmó, junto con sus homólogos de El Salvador, Guatemala y Honduras, la declaración conjunta que dio origen al Plan de Desarrollo Integral de Centroamérica (PDIC) y México, proyecto con el que se busca el progreso para la región y frenar así la migración” (Ruiz 2019: 5). Un año después la Cepal presentó el Plan con un diagnóstico exhaustivo y señaló cuatro pilares esenciales en torno a los cuales hay que coordinar los esfuerzos que se generen en la región: 1) desarrollo económico, 2) bienestar social, 3) sostenibilidad ambiental y gestión de riesgos, así como 4) gestión integral del ciclo migratorio con seguridad humana.
El Plan contiene cinco propuestas (proyectos), a saber: 1) infraestructura México-Guatemala, 2) conexión ferroviaria, 3) gas natural en Honduras, 4) interconexión eléctrica y 5) gasoducto entre México y Centroamérica, con las cuales se pretende generar empleo, dinamizar la económica, facilitar el intercambio comercial y generar un mejor acceso al suministro energético de la población y el sector industrial. Si bien gran parte de esos proyectos retoman el eje económico-comercial, se pretende que la esfera social sea la más beneficiada.
Todo esto implica la articulación de un nuevo espacio económico, es decir, una integración comercial, productiva, energética y logística, que cubra: i) la creación de un espacio dinámico con beneficios compartidos entre el sur de México y los países del norte de Centroamérica vía inversión, comercio, integración energética y digital; ii) la facilitación de comercio entre México y los países del norte de Centroamérica, articulando las inversiones entre ellos; iii) el establecimiento de cadenas regionales de valor, con énfasis en la incorporación de las micro, pequeñas y medianas empresas, y iv) la construcción de una red regional de investigación-desarrollo-innovación para aprovechar las oportunidades de la nueva revolución tecnológica (Castillo 2019: 17).
El gobierno mexicano implementa el programa Sembrando Vida, una iniciativa que pretende rescatar el campo y “apunta a que los recursos previstos para su ejecución se destinen a la atención de seis retos importantes: la pobreza en el ámbito rural, la soberanía alimentaria, la vinculación política y social a través de la generación de empleos, la dispersión de programas sociales, la cohesión social y la deforestación” (Pedraza 2021: 152). Su aplicación empezó en el sureste mexicano, no obstante, se han ido sumando otras entidades federativas de ese país.
Desde que inició la presente administración, sin embargo, el Programa Sembrando Vida se ha ido transformando. A diferencia de la campaña electoral, cuando sólo se hablaba de un programa genérico que tendría el objetivo de reforestar un millón de hectáreas con árboles frutales y maderables, ahora se habla de Sembrando Vida como uno de los 25 proyectos estratégicos de este sexenio. Se contempla, hasta el momento, la participación de 20 estados, recordando que iniciaron ocho en 2019 y se sumaron 12 en el transcurso de 2020 (Pedraza 2021: 152).
Posteriormente México promovió la firma de acuerdos de cooperación con Guatemala, El Salvador y Honduras con el objetivo de replicar el programa en sus comunidades como parte del Plan de Desarrollo Integral de Centroamérica. “El proyecto aporta 30 recomendaciones para cambiar la vida de las personas en el sur de México y en los tres países centroamericanos, lo cual consolida un esquema regional para frenar la migración hacia Estados Unidos y potenciar el desarrollo turístico global, bajo la supervisión de las Naciones Unidas” (Morales 2019: 6).
Jóvenes Construyendo el Futuro es otro de los programas que se implementan en el territorio mexicano “que vincula a personas de entre 18 y 29 años de edad, que no estudian y no trabajan, con empresas, talleres, instituciones o negocios donde desarrollan o fortalecen hábitos laborales y competencias técnicas para incrementar sus posibilidades de empleabilidad a futuro” (STPS 2019), el cual “incluye becas educativas para jóvenes de entre 18 y 29 años, donde los participantes reciben aproximadamente $115 dólares por mes mientras reciben capacitación laboral. El objetivo del programa es capacitar a 2.3 millones de jóvenes en México para que estén calificados para trabajar en los sectores público y privado” (Leutert 2020: 31).
La problemática central que pretende contrarrestar el programa tiene que ver con la cantidad de jóvenes que no han podido insertarse en el mercado laboral o acceder a educación. Una situación que está presente en los jóvenes centroamericanos y causa principal de su migración. De acuerdo con el subsecretario de Empleo, Horacio Duarte Olivares, “en Honduras y El Salvador […] el porcentaje de jóvenes entre 15 y 24 años que no estudian y no trabajan es de 27.70% (525 mil 900) y 28.40% (344 mil 300), respectivamente. Mientras que la tasa de informalidad laboral, en el mismo rango de edad, alcanza 7.9% y 10.1%” (STPS 2019).
El gobierno de México creó acuerdos con los gobiernos de Guatemala, El Salvador y Honduras para replicar el programa en sus territorios como parte del PDIC, con el objetivo de brindar oportunidades a los jóvenes desocupados centroamericanos y con ello frenar la migración forzada bajo el asesoramiento y seguimiento de la Agencia Mexicana de Cooperación Internacional para el Desarrollo (AMEXCID) y la Secretaría de Trabajo y Previsión Social (STPS). El gobierno de Estados Unidos, bajo la administración de Joe Biden, anunció que apoyará al gobierno mexicano para ampliar el citado programa en la región.
Respecto a los programas regionales para captar fuerza de trabajo, dinamizar la economía y mejorar las condiciones de vida de la población, el Tren Maya, que “es un proyecto orientado a incrementar la derrama económica del turismo en la Península de Yucatán, crear empleos, impulsar el desarrollo sostenible, proteger el medio ambiente de la zona desalentando actividades como la tala ilegal y el tráfico de especies y propiciar el ordenamiento territorial de la región” (PND 2016), ya se encuentra en proceso de construcción.
La otra gran apuesta de esos proyectos regionales tiene que ver con el Istmo de Tehuantepec, el cual incluye un canal transístmico, con el que se pretende mejorar la infraestructura, fortalecer las cadenas de valor en la región sur-sureste con los países centroamericanos que dinamicen el intercambio comercial y mejoren las condiciones de vida de la población.
El proyecto contempla la construcción de un corredor multimodal que atravesará las entidades de Oaxaca y Veracruz; la rehabilitación del ferrocarril del Istmo de Tehuantepec; la ampliación de los puertos de Coatzacoalcos (Veracruz) y Salina Cruz (Oaxaca); el mejoramiento y adecuación de la infraestructura carretera y de caminos rurales, de la red aeroportuaria y la construcción de un gasoducto. El proyecto también incluye la declaración de zonas libres (beneficios fiscales, facilitación aduanera y exención en impuestos al comercio exterior) para atraer inversiones del sector privado, así como el establecimiento de “polos de desarrollo” en 10 municipios (Ceceña 2021: 48).
Aún no es posible determinar los beneficios de este conjunto de acciones, puesto que gran parte de ellos se encuentran en operación y existe poca información sobre los alcances que ha tenido, sobre todo con respecto a los programas sectoriales: Sembrando Vida y Jóvenes Construyendo el Futuro. Respecto al impacto económico y social de los proyectos regionales como detonadores de empleos, amalgamiento de cadenas productivas, captación de inversión, incremento del flujo comercial y modernización de la infraestructura tanto carretera como portuaria, sólo podrá recabarse una vez que se encuentren en operación, por lo que son iniciativas que deberán revisarse hasta que concluya la actual administración.
Consideraciones finales
La importancia geopolítica y geoestratégica del istmo centroamericano sigue siendo una realidad, tanto por su riqueza natural, cultural y humana como por la posición geográfica. Sin embargo, las problemáticas en torno a las grandes brechas de desigualdad económica, el incremento de la pobreza, la violencia, el crimen organizado, el narcotráfico y los flujos migratorios se han profundizado y hacen más complejo formular respuestas de impacto inmediato dadas las décadas de implementación de una política económica que acentúo estas dificultades.
Sin duda, la actual administración reconfiguró la agenda de las relaciones diplomáticas con esos países, al desplegar una serie de programas sectoriales y proyectos regionales que tienen como finalidad el bienestar de la población. Sin embargo, pese a que por el momento no se tenga posibilidad de evaluar su impacto, pues gran parte de los proyectos regionales se encuentran en construcción, los programas sectoriales por sí mismos no tienen el alcance para revertir de raíz las condiciones estructurales en esos países, ya que se requiere también un cambio en la orientación de la política económica que no privilegie la esfera económica sobre la social.
Además, después del impacto económico por la pandemia por Covid-19, a raíz del cierre de fronteras, el confinamiento mundial y la desaceleración de la economía internacional, cientos de personas de origen centroamericano siguen migrando en calidad de irregulares, enfrentándose en su ruta a peligros relacionados con el tráfico ilícito de personas, extorsiones o secuestros, en busca de mejores condiciones de vida. Es decir, lo cierto es que el flujo de migrantes irregulares ha seguido su paso por territorio mexicano, muchos de ellos con el objetivo de llegar a Estados Unidos, lo que evidencia que hacen falta más iniciativas para resolver la situación estructural de esos países.
La actual política exterior del gobierno mexicano tiene el desafío de disponer de los fondos económicos necesarios para mantener los programas formulados, a fin de que no queden sólo en buenas intenciones y se negocien de forma conjunta acciones que permitan revitalizar la economía tanto mexicana como de los países centroamericanos, con un acompañamiento de otros países en calidad de donantes, así como de la Cepal o el Banco Interamericano de Desarrollo, con el objetivo de mantener el financiamiento.
Además, se trata de iniciativas que, de funcionar correctamente, requerirán una coordinación que logre sostenerlas a largo plazo, pues de otro modo, unos años no revertirán una política económica que estuvo vigente por más de dos décadas, puesto que las condiciones estructurales que condicionan el desarrollo económico en Centroamérica requieren un esfuerzo sostenido y un cambio de orientación en la política económica.
Adicionalmente, no podemos dejar de mencionar que el papel que desempeña Estados Unidos en la región es crucial para gran parte de los temas que tienen cierto grado de importancia: narcotráfico, crimen organizado y migración, tres de las grandes esferas que quedan supeditadas o condicionadas por los intereses que gestiona el referido gobierno en esos países, obstaculizan cambios de orientación, como la política económica o el enfoque de tratamiento para el fenómeno migratorio.
fn2Cabe destacar que en el caso de Nicaragua había un proceso revolucionario liderado por el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), con la colaboración de otras fracciones políticas como: el Consejo Superior de la Empresa Privada (COSEP), el Partido Conservador, así como sindicatos de todas las filiaciones políticas, con el objetivo de derrotar a la dictadura de Anastasio Somoza Debayle, enfrentamiento que duró de 1978 hasta julio de 1979, cuando se logró el triunfo de la revolución y la derrota de Somoza (Bataillon 2014: 10).
fn3La Contra se creó luego de la reagrupación de las fuerzas conservadoras en oposición al gobierno sandinista, que desencadenó otro brutal enfrentamiento en ese país en 1982 y se prolongó hasta 1988. La Contra jugó un papel esencial para minar el proceso revolucionario en curso, creando actos de sabotaje y violentos en el país, con la estrecha colaboración del gobierno de Estados Unidos, tanto económicamente como tácticamente en el ámbito militar, mediante la participación de elementos de la Agencia Central de Inteligencia (CIA, por sus siglas en inglés), con el objetivo de frenar la posibilidad de que las ideas revolucionarias permearan en los demás países del istmo centroamericano, a lo que además se sumó un bloqueo económico estadounidense a ese país (Avilés Farré 1991).
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