El tránsito hacia la democracia en Nicaragua, El Salvador y Guatemala a partir de la década de 1980
The Transition towards Democracy in Nicaragua, El Salvador and Guatemala since the 1980s
Gustavo Alberto Di Palma1
Resumen: el proceso de paz centroamericano, iniciado con los Acuerdos de Esquipulas a mediados de la década de los ochenta, indujo la reconfiguración de las organizaciones guerrilleras en partidos políticos orientados a la competencia electoral. Mediante un enfoque histórico-analítico, este artículo tiene por objeto mostrar las dificultades de esa conversión para los grupos armados, en el marco de factores exógenos y endógenos tales como la cultura política arraigada en la región y las propias contradicciones internas de esas organizaciones. El método comparativo aplicado permite establecer relaciones y contrastes entre las diversas experiencias guerrilleras y los respectivos esfuerzos de adaptación de las antiguas organizaciones armadas a las nuevas reglas de juego.
Palabras clave: Guerrilla; Procesos democratizadores; Centroamérica.
Abstract: The Central American peace process, initiated with the Esquipulas Accords in the mid-1980s, induced the reconfiguration of guerrilla organizations into political parties oriented towards electoral competition. Using a historical-analytical approach, this article aims to show the difficulties of this conversion for armed groups, within the framework of exogenous and endogenous factors such as the political culture rooted in the region and the internal contradictions of this organizations. The comparative method applied allows establishing relationships and contrasts between the various guerrilla experiences and the respective efforts to adapt the old armed organizations to the new rules of the game.
Key words: Guerrilla; Democratizing processes; Central America.
Recibido 10 de abril de 2023
Aceptado 19 de febrero de 2024
DOI: https://10.22201/cialc.24486914e.2024.79.57622
Introducción
En la historia contemporánea, la mayoría de los países centroamericanos protagonizaron un complejo proceso para la construcción de sistemas democráticos. El control del Estado por parte de élites vinculadas a la oligarquía terrateniente o grupos económicos aferrados al viejo orden político, económico y social, el férreo tutelaje del poder militar y la exclusión de vastas franjas sociales, proyectaron en el siglo xx fuertes condicionamientos para la rápida maduración de democracias estables y genuinas.
Los “países del istmo” reflejan en su historia rasgos muy similares: desigualdad social, amplias franjas de población indígena, predominio del modelo primario exportador basado en cultivo de café y banano, mano de obra barata y fuerte dominio empresarial de Estados Unidos, traducido en un permanente intervencionismo político. Esos factores, más la influencia de la Revolución cubana, fueron fermento para profundos conflictos político-sociales en la región.
Sobre la etapa previa a los procesos de democratización, que se extiende entre la década de 1930 y finales de la década de 1980, hay un recorrido historiográfico que pone de relieve la importancia de la violencia política en la construcción del orden en Latinoamérica, con fuerte presencia de grupos insurgentes. En esa dirección se inscriben las obras de Bataillon (2008), Dirk Krujit (2009) y el conjunto de investigaciones encabezadas por Ansaldi y Giordano (2012, 2014), Ríos y Azcona (2019).
Inspirado en esos enfoques y en diferentes modalidades de estudios sobre los sistemas de partidos, que se centran en experiencias latinoamericanas como escenarios para distintas perspectivas de análisis (Alcántara y Freidenberg 2003; Freindenberg 2016; Freindenberg y Muñoz-Pogossian 2016), este abordaje histórico-analítico de tipo comparativo indaga sobre la transformación de las organizaciones guerrilleras en partidos políticos ajustados a las reglas de juego democráticas, sus nuevas estrategias para alcanzar el poder, la reformulación ideológica y la forma en que expresaron los clivajes históricos en la transición. El análisis atiende factores exógenos y endógenos para explicar los mecanismos de legitimación, representación y participación en el nuevo contexto.
Las conclusiones de este trabajo corroboran la siguiente hipótesis central, que orienta el abordaje: la vieja cultura política autoritaria y el dogmatismo ideológico, que las nuevas reglas de juego democráticas pusieron en tensión tras los procesos de paz, operaron como factores determinantes en la dinámica de los sistemas políticos centroamericanos, atenuando la eficacia electoral de las organizaciones con experiencia previa en la lucha armada. Esta proposición es aplicable tanto a las relaciones interpartidarias como a la dinámica interna de esos partidos, en el marco de países que responden a los mismos patrones de identidad sociocultural, pero reflejan particularidades propias de cada experiencia nacional.
Características de los movimientos revolucionarios en Centroamérica
Entre los autores que enfocan la problemática de los sistemas políticos latinoamericanos en el marco general de la democracia, Alfredo Ramos Jiménez (2001) parte de una perspectiva histórico-conflictual, que distingue tres revoluciones sucesivas y determinantes para la estructuración del poder político y la transformación social: revolución oligárquica, revolución nacional-popular y revolución democrática. Ese proceso puede ser entendido como resultado de las fracturas sociopolíticas o clivajes (Lipset y Rokkan 1992) que en Centroamérica se manifiestan clara y profundamente.
Durante las etapas oligárquica y nacional-popular, que abarcaron toda la historia latinoamericana del siglo pasado, se sucedieron constantes conflictos armados que, en el caso de Nicaragua, El Salvador y Guatemala, fueron particularmente intensos. Las aspiraciones de cambio en esa región se encendieron en ámbitos urbanos sindicales, universitarios y eclesiásticos, pero por las características económicas y sociales de esos países, las acciones se expandieron a la zona rural, donde se escenificaron los principales combates a partir de la alianza que la vanguardia guerrillera practicó con el campesinado (Prieto 2007).
Pese al crecimiento económico en el periodo previo a la intensificación de los conflictos armados de los setenta, las condiciones para un cambio social eran nulas, con precarias libertades civiles y sometimiento de la sociedad a los abusos del poder político y económico, hecho que profundizó la desigual distribución de la riqueza. Al ser abatidos los sectores reformistas, se configuró un escenario propicio para la polarización política, el ascenso de la izquierda revolucionaria y el estallido de la guerra de guerrillas.
Un caso típico de líderes reformistas se dio en Guatemala a mediados de la década del cuarenta, con figuras como el filósofo y escritor Juan José Arévalo y el coronel Jacobo Arbenz, cuyos objetivos eran la reforma agraria, la supresión de la policía secreta, la protección de los indígenas y la modernización económica del país, basada en una economía de mercado que dejara atrás el modelo de producción cuasi feudal predominante. A ese giro reformista se opusieron los sectores conservadores a través del Movimiento de Liberación Nacional, liderado por el coronel Carlos Castillo Armas, que fue el instrumento con el que la cia norteamericana llevó a la práctica la denominada Operación pbSuccess, nombre clave del golpe de Estado que provocó la caída de Arbenz en 1954 (Ansaldi y Giordano 2014).
En un estudio sobre los movimientos revolucionarios latinoamericanos surgidos a lo largo del siglo xx, Alberto Prieto Rozos (2007) distingue cuatro fases fundamentales, con protagonismo central de Centroamérica: entre 1926 y 1935, con las acciones de Augusto César Sandino en Nicaragua y de Farabundo Martí en El Salvador; al terminar la Segunda Guerra Mundial, con las autodefensas campesinas en Colombia y el grupo que derrocó al dictador cubano Fulgencio Batista; a partir de 1959, con la proliferación de grupos armados diseminados en todo el continente bajo el influjo de la Revolución cubana y, por último, a partir de la década de los setenta, periodo en el que sobresalieron los conflictos centroamericanos por la dimensión que alcanzaron.
Las ideas que prevalecían entre los jefes revolucionarios de la primera fase eran el internacionalismo y la lucha armada como única vía para tomar el poder e iniciar transformaciones sociales. Años después, el triunfo insurgente en Cuba, que puso énfasis en el campo, pero no olvidó la importancia de las ciudades, estuvo guiado por tres principios seguidos luego por las guerrillas centroamericanas: unidad de los revolucionarios, vínculo estrecho con las masas y movimiento insurreccional que además de gobernar se constituyera en poder real (Prieto 2007).
En la tercera fase tomó impulso el incipiente movimiento sandinista, encabezado por Carlos Fonseca, mientras en Guatemala surgió una organización de jóvenes militares que, influenciados por las ideas del coronel Jacobo Arbenz, lanzó el primer movimiento guerrillero al estilo foquista cubano, bajo el liderazgo de Luis Turcios Lima y Marco Yon Sosa. En la cuarta fase, el triunfo de la Revolución sandinista y el recrudecimiento del conflicto armado en Guatemala y El Salvador pusieron a Centroamérica definitivamente en el centro de la escena (Prieto 2007).
Según lo observado, en cada etapa que atravesó la lucha revolucionaria surgieron camadas de activistas y militantes con características propias. Las organizaciones de izquierda fueron integradas por miembros con orígenes y experiencias históricas distintas, pero con fuertes elementos en común y una continuidad histórica-política, que se mantuvieron vivas pese a la represión (Pozzi y Pérez 2012).
En las fases descritas por Prieto Rozos se distinguen tres modelos revolucionarios clásicos del siglo xx, con distintos niveles de adhesión en las organizaciones guerrilleras centroamericanas (Días, Romero y Morán 2010): a) leninismo, caracterizado por revolución de base urbana, con sóviets o piquetes de trabajadores encuadrados en formaciones militares preparadas para asaltar el poder (el significado político de esta lucha no siempre fue entendido en Centroamérica, donde se priorizó el combate armado de base rural); b) maoísmo: lucha prolongada de base rural y fuerte adoctrinamiento, que espera condiciones objetivas para la toma del poder y tiene tres fases: organización, expansión progresiva y decisión (su versión más sofisticada sería la guerrilla vietnamita, que tuvo mucha popularidad en la región); c) foquismo guevarista: propagación progresiva del ideal revolucionario iniciado por un pequeño foco guerrillero, sin esperar condiciones objetivas para iniciar la lucha armada (plantea que en las zonas subdesarrolladas de Latinoamérica la lucha tiene al campo como principal escenario).
Esos modelos se desplegaron y complejizaron en las distintas fases del conflicto armado centroamericano, pero en general prevaleció la unión de los grupos revolucionarios bajo un liderazgo o coordinación colectiva y la práctica de guerrilla al estilo vietnamita. Las organizaciones operaban en zonas liberadas, con procesos de maduración y educación política y una acción armada resolutiva (Díaz, Romero y Morán 2010).
Un caso particular es el representado por el sandinismo, porque más allá de las características propias de una organización político-militar fuertemente vertical, jerárquica y centralizada, se caracterizó por poseer un componente ideológico más diverso, una organización pragmática y una amplia relación con diversas organizaciones sociales y políticas. Existía en este caso un concepto táctico-estratégico de lucha insurreccional combinada con una amplia y flexible política de alianzas nacionales e internacionales (Santiuste en Alcantara y Freidenberg 2003).
La vanguardia revolucionaria que surgió en Nicaragua dentro del Partido Socialista (1961) para formar el Frente Sandinista de Liberación Nacional estaba integrada por estudiantes marxistas-leninistas como Carlos Fonseca, Silvio Mayorga y Tomás Borge, inspirados esencialmente en las viejas luchas de Augusto C. Sandino y en la Revolución cubana. Se puede tomar como punto de inflexión en la lucha guerrillera el escenario dantesco que quedó tras el terremoto de Managua, que al profundizar los problemas sociales potenció el rechazo hacia los Somoza y puso al sandinismo como la única vía posible y legítima para acabar con la dictadura patrimonialista que gobernaba al país desde los años treinta.
La tiranía somocista que gobernó a los nicaragüenses con mano de hierro hasta 1979 fue precedida por sangrientas pugnas entre conservadores y liberales, que produjeron intervenciones militares directas de Estados Unidos en forma constante hasta 1933. Al asumir los Somoza, su principal base de sustento fue la Guardia Nacional, apoyada por los norteamericanos, que en tiempos de insurgencia llegó a contar con once mil efectivos. Nicaragua siempre fue un objetivo de las potencias extranjeras por distintos motivos: la vía natural de enlace bioceánico que abre el río San Juan en unión con el Lago de Nicaragua, la doble, amplia y vulnerable fachada oceánica, y la debilidad de su dirigencia política (Díaz, Romero y Morán 2010).
Cuando logró consolidarse en la década de 1970, el objetivo estratégico del fsln era “la toma del poder político y el establecimiento de un Gobierno Revolucionario basado en la alianza obrero-campesina y el concurso de todas las fuerzas patrióticas antiimperialistas y antioligárquicas” (Santiuste 2003: 487). De Sandino tomaba el carácter nacionalista y antiimperialista y del marxismo-leninismo su concepción de vanguardia revolucionaria, la idea de la lucha de clases y el objetivo de alcanzar el socialismo. Pero la llegada del sandinismo al poder puso de manifiesto su heterogeneidad, al fusionar políticas socialistas con otras más próximas a la democracia liberal.
Tras la muerte de Carlos Fonseca en 1976, tres tendencias disputaron el control de la lucha revolucionaria hasta la formación de un mando unificado: a) “guerra popular prolongada”, en donde se encontraba el núcleo fundador dirigido por Tomás Borge y Henry Ruiz y apostaba a la guerrilla rural de orientación maoísta;2 b) “proletaria”, orientada a la lucha obrera en las ciudades y cuyas principales figuras eran Jaime Wheelock y Luis Carrión; c) tendencia “tercerista o insurreccional”, encabezada por los hermanos Daniel y Humberto Ortega y Víctor Tirado, bajo la consigna de crear un gran movimiento opositor multiclasista (Santiuste 2003).
En Guatemala, la guerrilla se nutrió con el apoyo de un significativo componente indigenista, provocando como respuesta del aparato estatal el desplazamiento forzado de la población, las aldeas protegidas e incursiones militares de castigo (Díaz Barrado, Romero Serrano y Morán Blanco 2010). Pero la rigurosa acción sobre los insurgentes no impidió la formación de los cuatro grupos revolucionarios que, pese a sus distintas procedencias y liderazgos independientes, en 1982 decidieron confluir en la Unión Revolucionaria Nacional Guatemalteca (unrg), motivados por la marcha positiva de los movimientos revolucionarios en El Salvador y Nicaragua y por la certeza de que sólo con la unión y coordinación de esfuerzos podían enfrentar al ejército.
Las organizaciones que convergieron en la unrg también mostraron la influencia de distintas concepciones de la lucha guerrillera. El Partido Guatemalteco del Trabajo-Partido Comunista (pgt-pc) estaba guiado por la forma de lucha política instrumentada a través de células urbanas; el Ejército Guerrillero de los Pobres (egp), que operaba a través de un pequeño foco en la zona montañosa del norte del país, tuvo un inmediato apoyo indígena, con el aliento de los curas adscritos a la “Teología de la Liberación”; la Organización de los Pueblos en Armas (orpa), con su foco asentado hacia el sur del país, también recibió el apoyo de los indios, que veían en ese grupo guerrillero a los protectores de sus intereses (Díaz Barrado, Romero Serrano y Morán Blanco 2010).
En El Salvador, pese al eficaz y extendido sistema represivo montado durante cuatro décadas por el ejército, las organizaciones políticas orientadas por la doctrina marxista consolidaron paulatinamente sus estructuras independientes hasta que la intensificación de la violencia política, que derivó en una lucha armada a gran escala en 1979, provocó la necesidad estratégica de unirse contra el enemigo común, a través del Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (fmln). La lucha armada de esta organización combinó formas de guerrilla rural al estilo vietnamita con insurgencia general y guerrilla urbana (hacia 1982 el fmln controlaba la mitad de las zonas rurales).
Para contrarrestar al fmln, el ejército salvadoreño contó con 50 mil hombres, a los que se sumaron otros 10 mil, diseminados en distintas fuerzas de seguridad y otra importante cantidad que actuaba en escuadrones de la muerte. El fmln llegó a contar con hasta 10 mil efectivos.
El largo conflicto armado, que produjo alrededor de 75 mil muertes, tuvo dos puntos máximos en su desarrollo. Uno ocurrió en enero de 1981, cuando la guerrilla lanzó la denominada “Ofensiva final”, una serie de ataques simultáneos sobre distintos objetivos, incluyendo la capital, con el apoyo de Nicaragua y Cuba. Esa acción armada no fue apoyada por la esperada insurrección popular, coaccionada por la dura represión ejecutada por el ejército salvadoreño con el respaldo de Estados Unidos.
En 1989, en otro episodio similar denominado “Ofensiva hasta el tope”, el fmln efectuó un ataque directo sobre la capital, precedido por sabotajes y ataques en otras ciudades. En paralelo, los sindicatos afines llamaron a la huelga general para promover la maduración política de la revolución, pero otra vez ambas acciones no fueron decisivas y carecieron del eco esperado para derrocar al gobierno.
El primer antecedente del fmln surgió con la escisión de un sector del Partido Comunista Salvadoreño (pcs), que dio origen a las Fuerzas Populares de Liberación “Farabundo Martí” (fpl) en 1970. Entre 1972 y 1975 se organizaron los otros grupos guerrilleros que pasarían a integrar años después el fmln: el Ejército Revolucionario Popular (erp), donde confluyeron excomunistas y exdemócratas cristianos; las Fuerzas Armadas de la Resistencia Nacional (farn, una escisión del erp) y el Partido Revolucionario de los Trabajadores Centroamericanos (prtc). Salvo el pcs, el resto optó desde un inicio por la vía armada para la toma del poder e instaurar el socialismo definido en términos antioligárquicos, anticapitalistas y antiimperialistas (Artiga, en Alcántara y Freidenberg 2003).
La unidad de las cinco organizaciones en 1980 se mantuvo con una mutua desconfianza subyacente, que pronto sacó a la superficie disputas internas para hegemonizar la lucha armada. El futuro del fmln como partido se fue configurando a partir del mayor alineamiento de las fpl, el pcs y el prtc con el marxismo-leninismo y la mayor afinidad del erp y las farn con la socialdemocracia (Artiga, en Alcántara y Freidenberg 2003). A esas diferencias conceptuales se sumaron las metodológicas, a partir de la adscripción de cada grupo al foquismo guevarista, la forma de guerrilla vietnamita o la insurgencia urbana.
Durante la década de 1980 hubo momentos en que los conflictos armados amenazaron con arrasar a toda la región, debido a la presencia de los grupos armados opuestos al régimen sandinista de Nicaragua (“la Contra”) en las zonas fronterizas de Honduras y Costa Rica. Adicionalmente, el gobierno de Estados Unidos estableció en 1980 bases militares en Honduras con un doble propósito: apoyar a las fuerzas contrarrevolucionarias que atacaban al proyecto revolucionario sandinista y respaldar al gobierno salvadoreño en su lucha contra el fmln.
Los procesos de pacificación
Varios fueron los factores para que se concretaran los acuerdos de paz que terminaron progresivamente con los conflictos armados (Nicaragua en 1990, El Salvador en 1992 y Guatemala en 1996). El equilibrio de fuerzas de las partes, la incierta prolongación del conflicto en el marco del fin de la Guerra Fría y la voluntad de los gobiernos civiles de José Napoleón Duarte en El Salvador (1984-1989) y Vinicio Cerezo en Guatemala (1986-1991) permitieron iniciar el diálogo en ambos países; la elección de 1990 convocada por el sandinismo fue la prenda de paz en el territorio nicaragüense (Díaz, Romero y Morán 2010).
El hecho clave para abrir la instancia pacificadora fue protagonizado en 1987 por los presidentes de los países de la región (Nicaragua, El Salvador, Guatemala, Honduras y Costa Rica), con la firma del “Procedimiento para establecer la paz firme y duradera en Centroamérica” (Plan de Esquipulas II) tras un largo y complejo proceso, iniciado cuatro años antes. La base del acuerdo fue el Plan Arias, cuyos puntos centrales propugnaban una amnistía general, la desmilitarización de la región y un genuino proceso de pluralismo político (Toussaint 2007).
La responsabilidad para destrabar los diálogos fue transferida a los países centroamericanos al agotarse los esfuerzos del Grupo Contadora (Colombia, México, Panamá y Venezuela) y del Grupo de Apoyo o Grupo Lima (Argentina, Brasil, Perú y Uruguay), cuyas contribuciones fueron desdibujadas por la rigidez de las partes en conflicto, el clima de confrontación e intolerancia y las violaciones al derecho internacional fundamentalmente por parte de Estados Unidos. El diagnóstico elaborado por el Grupo Contadora planteaba que el origen de los conflictos era la situación socioeconómica y que no se los debía enmarcar en la confrontación este-oeste de acuerdo al criterio norteamericano (Toussaint 2007).
El gobierno de Ronald Reagan operó intensamente contra el proceso revolucionario nicaragüense para evitar que en El Salvador y Guatemala se replicara un avance similar de las fuerzas rebeldes. Su enorme influencia en la región llegó a convertir a Estados Unidos en el enemigo principal de los movimientos revolucionarios, casi por encima de los enemigos internos. Esa percepción queda patentizada en los relatos que algunos historiadores latinoamericanos hacen sobre la continuación de la lucha armada en los años ochenta y los procesos de paz que le siguieron: “Frente al poderío norteamericano, la firmeza y experiencia de las organizaciones revolucionarias y del movimiento popular sostuvieron la lucha armada durante una década más, obligando a Estados Unidos a negociar en un contexto internacional cada vez más desfavorable a la insurgencia popular” (Pantoja 2012: 34).
El declive que evidenciaron el Grupo Contadora y el Grupo de Apoyo tras el impulso inicial fue simultáneo a la asunción de Cerezo en Guatemala, Duarte en El Salvador, Óscar Arias en Costa Rica y José Azcona en Honduras. Esos gobiernos crearon un nuevo contexto político, consolidando la confianza y credibilidad que hasta el momento no había existido entre las partes.
En los inicios de los procesos de pacificación, las alas más radicales de las organizaciones guerrilleras de Guatemala y El Salvador percibían que esa salida era una concesión a los enemigos del proyecto revolucionario. Por el contrario, los sectores de derecha y los mandos de las fuerzas armadas consideraban que la salida negociada facilitaba la estrategia revolucionaria para tomar el poder.
En el caso de Nicaragua, el sandinismo en el poder buscó legitimar su gobierno a través de las convocatorias electorales de 1984 y 1990, frente a las presiones, el hostigamiento y la campaña negativa sobre el proceso revolucionario lanzada por los sectores de derecha. En la estructura interna del fsln, las fuerzas democráticas afines a la apertura política en el país lograron imponerse a los sectores autoritarios (Monroy 2003), aunque esa postura no significó la ausencia de prácticas autoritarias y represivas a lo largo de todo el periodo de gobierno sandinista.
La idea subyacente era trasladar a toda la región el modelo de democracia de Costa Rica, aunque el plan de paz no previó mecanismos para resolver los conflictos interestatales y no atendió la correlación de fuerzas real en cada país. Además, quedaron sin resolver las causas estructurales de los conflictos: concentración del poder, régimen de tenencia de la tierra, marginación de grupos étnicos, déficit de vivienda, alimentación, salud, trabajo, educación y deficiencias en los derechos humanos (Toussaint 2007).
Las organizaciones revolucionarias en los procesos de transición
En el contexto político actual de los países que son objeto de este trabajo se pueden identificar dos tipos principales de partidos: los partidos tradicionales provenientes de la etapa anterior a los conflictos armados y que mantuvieron actividad en forma precaria durante el periodo autoritario (en algunos casos, integrados o apoyados por militares) y los partidos que surgieron tras los acuerdos de paz o fueron producto de ese proceso.3 La mayoría son organizaciones débiles, con fuertes déficits de representatividad frente a los sectores más postergados, movilizan con dificultades a los electores y su actividad está casi totalmente restringida a la competencia electoral (Reporte Político 2011).
En el marco de la sostenida hegemonía de la derecha, tras los acuerdos de paz, además de la persistencia de los problemas estructurales de la región, la política centroamericana perpetuó relaciones de naturaleza clientelar y una desconexión respecto a los intereses populares. La debilidad institucional de los partidos se trasunta en un fuerte estilo caudillista-personalista, por lo que su participación en la definición de políticas públicas es tan acotada como la influencia de la ciudadanía en ese ámbito (Reporte Político 2011).
Uno de los grandes desafíos del proceso democratizador fue la legalización y conversión de los grupos armados en partidos políticos, situación que imponía cambios organizativos importantes, la constitución de estructuras territoriales, la desarticulación de las estructuras militares y una redefinición de las relaciones con la militancia de base y las poblaciones en las que se habían arraigado. Los dirigentes y militantes de las organizaciones guerrilleras tuvieron que ocuparse de su subsistencia e incorporación a la vida social y económica de cada país, lo que en ocasiones limitó la militancia y el trabajo político.
Una explicación posible sobre la complicada inserción de la izquierda revolucionaria en los sistemas competitivos centroamericanos reside en el poder que ejerce la clase dominante desde el aparato estatal, a través del personal jerárquico que lo representa y media su dominación sobre las otras clases o estratos. Ante la asunción de gobiernos de origen popular, los sectores dominantes ejercen distintas formas de presión, mediante diversas operaciones políticas, económicas y de propaganda, tanto a nivel interno como externo (Therborn 1979).
El marco conceptual desarrollado por Therborn conduce al análisis de tres fenómenos que son claves en la etapa de transición centroamericana: 1) El Salvador: la Alianza Republicana Nacionalista (Arena), que dominó los procesos electorales hasta 2009, refleja “una base social compuesta por propietarios agrarios y empresarios, junto a contingentes de las clases populares moldeados por el autoritarismo militar y anticomunista” (Reporte Político 2011); 2) Guatemala: la derecha ideológica, que mantiene el control del Estado tras los procesos de pacificación, consolidó un modelo de integración autoritaria, que supuso la determinación por parte del Estado de criterios de unidad nacional, culto religioso, estructura partidaria e incorporación de la fuerza de trabajo según la ideología y los intereses dominantes (Vitale 1992). La Unidad Nacional Revolucionaria Guatemalteca (unrg) mostró muy pobres performances electorales desde su legalización en 1998, pese a que durante la lucha armada tuvo un importante respaldo entre los indígenas, que constituyen casi la mitad de la población pero son sistemáticamente discriminados y excluidos de los espacios institucionales; 3) Nicaragua: la primera experiencia de gobierno sandinista sufrió un fuerte hostigamiento interno y externo, que llegó al plano militar con las acciones de “la Contra”, apoyada por los Estados Unidos. Aunque el sandinismo contó con apoyo material y logístico internacional proveniente especialmente del régimen cubano, su principal fuente de ayuda fue la legitimación interna (Santiuste 2003).
A continuación, se describen en detalle las formas de adaptación de la unrg, el fmln y el fsln en la fase inicial del proceso de democratización.
Unidad Nacional Revolucionaria Guatemalteca (unrg)
Las elecciones generales guatemaltecas de noviembre de 1985 pusieron fin a 32 años de gobiernos militares, pero no fueron abiertamente competitivas y se celebraron en un clima de guerra civil, represión y violencia política. En 1989, con Vinicio Cerezo como presidente, comenzaron los primeros encuentros entre el gobierno y la unrg para negociar la paz, que tras ser firmada finalmente en 1996, permitió a ese conjunto de organizaciones guerrilleras encarar la paulatina conversión a partido político formalmente legalizado e inserto en el sistema político.
Al contrario de lo sucedido en El Salvador y Nicaragua, el partido que aglutinó inicialmente a las distintas organizaciones revolucionarias tuvo un escaso respaldo electoral. Las fuerzas integrantes de la unrg tampoco pudieron mantenerse unidas bajo la misma sigla y protagonizaron varios procesos de división y alianzas con otros sectores (Martínez 2016).
La transición en este país se desarrolló como un proceso de cambio gradual, más formal que efectivo, de arriba hacia abajo y sometido al férreo control de los militares. El proceso de reformas políticas de 1984 manifestó una especial preocupación por la democracia interna de los partidos, pero en razón de su carácter excluyente no participó buena parte de la izquierda (Ajenjo y García, en Alcántara y Freidenberg 2003).
A partir de 1999 la unrg llevó a cabo dos congresos ideológicos y una Conferencia de Organización, con el objetivo de definir la identidad ideológica, política y programática de la organización. En el primer congreso se estableció el carácter democrático, revolucionario y socialista del partido, situación que produjo una crisis interna cuyo resultado fue la escisión, a mediados de 2002, de la denominada “corriente revolucionaria”, formada principalmente por militantes de las far y encabezada por Pablo Monsanto (Asociación de Investigación y Estudios Sociales 2011).4
Como resultado de la convergencia política-electoral de diversas organizaciones de izquierda con eje en la unrg, a fines de 2006 se anunció la constitución del Movimiento Amplio de Izquierda (Maiz), con objetivos de mediano y largo plazo que trascendían el proceso electoral de 2007. De aquí en más la identificación del partido será con la sigla unrg-Maiz.
La performance electoral de la unrg desde su legalización como partido en 1998 fue muy modesta: en la elección presidencial de 2003 obtuvo 2.5% de los votos (logró dos diputados en el parlamento y el control de ocho alcaldías), mientras que en las elecciones sucesivas mantuvo un caudal similar.
Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (fmln)
La ofensiva armada del fmln en noviembre de 1989 puso de manifiesto que el aplastamiento militar de uno de los bandos no era algo factible en el corto o mediano plazo, por lo que la continuidad de la guerra podía llevar al agotamiento total de las energías sociales y económicas del país. Para el fmln apostar a esa alternativa significaba el eventual aislamiento y un declive progresivo, más aún frente al final de la Guerra Fría. La renuncia al objetivo de tomar el poder estatal e instaurar el socialismo por la vía armada, que inicialmente aceptó por razones pragmáticas, terminó por convertirse en un asunto estratégico (González 2011).
Tras el alto el fuego en El Salvador, el partido Arena se mantuvo en el poder hasta 2009, cuando el Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (fmln) llegó a ser gobierno por la vía democrática, con la candidatura del moderado Mauricio Funes, proclive a mantener una política independiente y a la integración centroamericana (González 2011). Desde su legalización en 1992, el fmln avanzó en los aspectos organizativos internos para democratizar su estructura, aunque con un fuerte desgaste que favoreció diversas escisiones, muchas veces motorizadas por la crisis de identidad en la que quedó inmerso (Reporte Político 2011).
Además de dejar fuera de su estructura no sólo al erp y a las farn (ambas fuerzas fundaron el Partido Demócrata, pero vieron licuado gran parte de su caudal electoral), la conversión también excluyó a cuadros que habían integrado a las dos organizaciones que se quedaron en la conducción del partido, las fpl y el pcs (González 2011). Pese a las escisiones, las diferencias internas persistieron en forma de corrientes, como la “renovadora” (Facundo Guardado), la “ortodoxa” (Schafik Handal) y la “tercerista-institucional” (Gerson Martínez) (Artiga 2003).
La crisis de identidad de la organización se materializó al abjurar del marxismo-leninismo y declararse impulsora de la democracia que había combatido con las armas por considerarla “formal y burguesa”. El principio de esta conversión se fundamentó en que el partido estaba “comprometido en el esfuerzo de la reconciliación y la unidad nacional”, un concepto diametralmente opuesto a “la lucha de clases como motor de la historia” que profesó en tiempos de lucha armada. De esta manera, el fmln dejó de identificarse como “la vanguardia de la clase trabajadora”, para constituirse en un partido “de amplia base popular e ideológicamente pluralista” (Artiga 2003: 160-161).
Las diferentes elecciones en las que participó el partido desde 1994 le permitieron acumular un caudal electoral suficiente para tener un peso mayor en la Asamblea Legislativa y para controlar un número importante de alcaldías, pero insuficiente para acceder a la presidencia (González 2011). La división casi por mitades del electorado entre el fmln y Arena produjo más polarización y desaparición del centro político (Sáenz 2005).
El carácter predominante de clase media en los fundadores del partido contrasta con el grueso de su base social durante la guerra, momento en el que las filas de los combatientes, simpatizantes y colaboradores eran mayoritariamente rurales, con elevado componente femenino. Aunque la retaguardia estratégica siempre estuvo en zonas campesinas y montañosas, al convertirse el fmln en partido político orientado a la competencia electoral, sus bases sociales se concentraron en las zonas urbanas, especialmente en el área metropolitana (Artiga 2003).
Frente Sandinista de Liberación Nacional (fsln)
Aunque el régimen revolucionario inicialmente dio entrada a sectores no sandinistas con el fin de conformar un gobierno amplio, en poco tiempo se produjo una ruptura y el sandinismo transfirió todo el poder real a manos de la monolítica y verticalista dirección nacional del partido. Esa situación encendió los primeros roces de magnitud entre las élites nacionales y el fsln, que había aceptado las concesiones a los sectores dominantes a partir de una maniobra táctica para lograr el apoyo de países occidentales (González 2009).
El gobierno provisional que se formó el 10 de julio de 1979 estaba conformado por cinco miembros: Daniel Ortega, Sergio Ramírez y Moisés Hassan (fsln), Alfonso Robelo (empresario) y Violeta Barrios de Chamorro (viuda del dirigente opositor Pedro Chamorro, asesinado durante el somocismo). El posterior rompimiento de los acuerdos iniciales por parte del fsln provocó la renuncia de los dos miembros independientes de la junta provisional de gobierno.5
Con la concentración de todo el poder, el sandinismo tomó la forma de una organización partidaria con una concepción leninista de partido de vanguardia o partido-Estado de tipo hegemónico, con la particularidad de no suprimir el pluralismo político y la libertad religiosa. De tal modo, tras el amplio triunfo conseguido por el partido sandinista en las elecciones de 1984, en las que logró 67% de los votos, sobrevino la inesperada derrota de 1990.
Ese traspié electoral puso de manifiesto que la polarización electoral entre sandinismo y antisandinismo ponía en desventaja al fsln (Santiuste, en Alcántara y Freindenberg 2003). En oportunidad de la derrota a manos de Violeta Chamorro y la coalición de partidos que la apoyaba, la Unión Nacional Opositora (uno), el sandinismo sólo obtuvo 40% de los sufragios.
La crisis de identidad desatada en 1990, junto al colapso del “socialismo real” en el ámbito mundial, fue resuelta a favor de los que proponían la continuidad del original perfil ideológico-político del fsln (Santiuste, en Alcántara y Freindenberg 2003). El proceso de transformación organizacional, que incluyó fracturas y erosión de la estructura interna, fue parcial o incompleto, porque no trajo aparejados cambios en el liderazgo partidario (Santiuste 2001).
Como consecuencia de ese proceso interno, la consolidación del estilo personalista centrado en la figura de Daniel Ortega diluyó progresivamente el liderazgo colectivo que se había conformado en tiempos de la lucha armada, cuando a través de la Dirección Nacional se buscó mantener un equilibrio entre las distintas tendencias existentes. Entre las escisiones más importantes que suscitó ese proceso se encuentra la protagonizada por el sector del antiguo vicepresidente del gobierno sandinista, Sergio Ramírez, quien en 1995 pasó a liderar el Movimiento Renovador Sandinista (mrs).
La naturaleza de las críticas de exintegrantes del fsln a las desviaciones ideológicas y a la praxis política bajo el liderazgo de Daniel Ortega dan una idea de la dimensión alcanzada por la crisis interna del sandinismo. La excomandante guerrillera Mónica Baltodano señala que “la derrota electoral sandinista sólo devino en la derrota de la Revolución cuando la organización revolucionaria modificó de facto sus proclamados propósitos iniciales y se ajustó pragmáticamente a esos cambios” (2012: 27).
Un aspecto central de los cuestionamientos hacia el orteguismo es el rechazo a su “modelo medieval” y la consolidación del personalismo y las prácticas populistas: “la apropiación privada de bienes confiscados, no solo por la derecha sino por sectores del sandinismo, y la aceptación pasiva de las privatizaciones, se completó con la privatización del Frente Sandinista por parte del orteguismo, que inició la transacción y pactos con la derecha” (Baltodano 2012: 27).
Baltodano describe al orteguismo como “una mezcla de ideas mágicas, manipulación de la religiosidad popular y culto a la personalidad”. Ante las restricciones a la libertad y la democracia, la excomandante sandinista considera que “se fortalece un modelo político muy parecido en algunos aspectos al que implementó Somoza: pactos con la oposición, reparto de prebendas, políticas populistas y clientelares, la violencia contra mujeres y niños” (2012: 27-28).
Cabe señalar que la asunción de tareas en el Estado por parte de miles de sus cuadros durante la década de los ochenta motivó que el sandinismo incorporara algunas características propias de una organización burocrática de masas. El alejamiento del poder en los noventa lo privó de los recursos estatales, situación que restringió su capacidad política, aunque el fsln logró mantenerse como uno de los partidos más fuertes y estructurados de todo el país (Santiuste, en Alcántara y Freidenberg 2003).
Durante sus años de gobierno antes de la derrota de 1990, el sandinismo intentó implementar un proyecto revolucionario transformador de las estructuras políticas y socioeconómicas del país. En ese marco, las premisas de no alineamiento internacional dentro del contexto de la Guerra Fría, de desarrollo de una economía mixta y de establecimiento de un pluralismo democrático, enfrentaron serios problemas (Santiuste, en Alcántara y Freidenberg 2003).
La “guerra de baja intensidad” que desató el gobierno de Ronald Reagan a través del financiamiento de la Contra, integrada por exiliados somocistas y exmiembros de la Guardia Nacional, desde muy temprano hizo imposible el no alineamiento, porque llevó a Nicaragua a estrechar las relaciones con Cuba y la urss. El país se armó con un ejército nacional de 60 mil soldados, equipado con material soviético para un eventual enfrentamiento con Estados Unidos.
El sandinismo tampoco pudo construir una eficiente economía mixta, que fue atravesada por una profunda crisis en 1988, en el marco del hostigamiento al que el gobierno estaba sometido por parte de Estados Unidos y la Contra. Sin embargo, pudo exhibir un buen resultado en la implementación de la reforma agraria, que llegó a beneficiar a 60% de las familias rurales.
En lo que hace a la democracia, el fsln rechazó inicialmente la democracia representativa, a la que señalaba como “burguesa”. El modelo que impulsó fue una “democracia popular”, “de base” o “participativa-corporativa”, que evitara las incertidumbres de la competencia pluralista. A partir de las elecciones de 1984, el sandinismo tuvo la necesidad de institucionalizar y legitimar su régimen de gobierno, por lo que inició un proceso de democratización que incluía la construcción de instituciones democráticas representativas. La Constitución de 1987 y, más tarde, la celebración de nuevas elecciones en 1990, son los productos más visibles de ese proceso.
A modo de conclusión
Después de décadas de conflictos armados internos, Centroamérica finalizó el siglo xx con procesos de paz y democratización que generaron expectativas de crecimiento y desarrollo. A casi cuarenta años del inicio de esos procesos, los resultados no son los esperados: Centroamérica sigue siendo una de las regiones más pobres y desiguales de Latinoamérica y con una endeble valoración de la democracia.
La desigualdad y la pobreza en la región constituyen un fenómeno estructural y en gran parte explican el largo conflicto social y político sufrido por esas sociedades. La modernización de las décadas de 1950-1970 bajo control autoritario no logró modificar ese escenario, ya que el mantenimiento de los patrones de distribución de la riqueza aceleró el conflicto social y reforzó la desigualdad.
La única organización revolucionaria que pudo llegar al gobierno inmediatamente después de los conflictos armados, el fsln, tampoco logró terminar con la pobreza en Nicaragua y tuvo que enfrentar una crisis significativa a mediados de la década de 1980. La primera experiencia de gobierno sandinista tuvo que atravesar un encarnizado hostigamiento interno y externo, situación que derivó en una prolongación del conflicto armado en el que jugó un papel preponderante el gobierno norteamericano.
El sistema político al que debieron adaptarse los movimientos revolucionarios, bajo control de la derecha en la mayor parte del proceso de democratización (a excepción de Nicaragua, en la primera fase), condicionó las posibilidades de rápida instauración de los principios democráticos promovidos en los acuerdos de paz de los años noventa. Si bien cada uno de los procesos de conversión de las organizaciones armadas en organizaciones políticas partidarias evidencian sus particularidades según los distintos contextos nacionales, existe un patrón común en las distintas dinámicas internas: además de los condicionantes endógenos de cada sistema político estudiado, los partidos políticos con experiencias armadas previas y ahora orientados a la competencia electoral fueron atravesados por profundas contradicciones.
La renuncia a la vía armada y la necesidad de adaptarse a las reglas institucionales reconfigurando el perfil ideológico, aunque también la desviación o el abandono de ciertos valores éticos y morales que guiaron la lucha contra los regímenes autoritarios, bajo la convicción de sociedades donde primaran principios como la igualdad, la solidaridad y la transparencia, operaron como desencadenantes de fuertes crisis de identidad y fracturas que socavaron el potencial electoral de los nuevos partidos de base popular. En todos los casos, las escisiones se canalizaron dentro de los parámetros democráticos, situación que evidencia la voluntad de los actores para consolidar la institucionalidad en la lucha por el poder, pese a las dificultades evidenciadas en la inserción dentro del nuevo escenario político.
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1 Universidad Nacional de Córdoba, Argentina (gustavodipalma43@gmail.com).
2 Después de dos experiencias armadas llevadas a cabo por el núcleo fundador del fsln bajo los lineamientos del foquismo, que tuvieron lugar entre 1963 y 1967 en la zona montañosa del departamento de Jinotega y en la región de Pancasán (a 50 kilómetros de la ciudad de Matagalpa), la organización político-militar publicó en 1969 su programa, en el que definía a la guerra popular prolongada como la nueva estrategia para la toma del poder. Durante esa etapa, “se consideró al imperialismo como enemigo principal, materializado en la dictadura somocista, en tanto que se estableció a la montaña como el espacio propicio para la lucha revolucionaria y al campesinado como base social fundamental” (Monroy García 2015: 22).
3 Cabe señalar que antes de que los conflictos políticos derivaran en una escalada armada abierta, distintas fuerzas revolucionarias conformaron partidos político-militares. Ejemplos de eso son: el Partido de la Revolución Salvadoreña (prs), que tenía al Ejército Revolucionario del Pueblo (erp) como su brazo armado; el Partido Revolucionario de los Trabajadores Centroamericanos (prtc), que nucleó a militantes de izquierda de toda Centroamérica y cuya expresión armada en El Salvador logró mayor desarrollo; el Partido Comunista Salvadoreño, que tardíamente ingresó a la lucha armada (1980) a través de su brazo militar, las Fuerzas Armadas de Liberación (fal), uno de los grupos más pequeños que, como las otras organizaciones armadas salvadoreñas, conformó el fmln; el Partido Guatemalteco del Trabajo, que desde la clandestinidad integró, a través del Destacamento 20 de Octubre, las Fuerzas Armadas Rebeldes (far), que en 1982 pasaron a formar parte de la unrg. No hay que olvidar que el fsln nació en Nicaragua como una organización política-militar (sus orígenes se remontan a 1961, como Frente de Liberación Nacional, fln).
4 La corriente liderada por Pablo Monsanto conformó en 2003 el partido Alianza Nueva Nación (ann), luego refundado como Alternativa Nueva Nación (2010) y como Convergencia cpo-crd (2015), hasta que finalmente fue disuelta en 2020.
5 El gobierno provisional, denominado Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional, tenía como principios básicos el pluralismo político, la economía mixta y el no alineamiento de Nicaragua. Cuando el núcleo duro del sandinismo, encolumnado tras la figura de Daniel Ortega, radicalizó sus posturas favorables a una economía socialista y a una vinculación militar con Cuba y el bloque del Este, Chamorro y Robelo decidieron renunciar a la Junta, aduciendo que el sandinismo incumplía las promesas de democracia y pluralismo político.
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